Cuando Mehmed II prometió que respetaría el territorio bizantino, Constantino interpretó equivocadamente el gesto como un síntoma de su propia fortaleza y, a renglón seguido, exigió el pago de una renta para la manutención de un príncipe otomano que tenía de rehén. Aquel error de cálculo marcó el principio del fin de Constantinopla. Mehmed, enfurecido, empezó a planificar el asalto de Constantinopla, que finalmente tomaría el 29 de mayo de 1453. De igual manera, diríase que Mariano Rajoy se ha propuesto tentar al destino, confundiendo el caos del actual mapa político español, especialmente de la izquierda, con un signo de su propia fortaleza. Se explicaría así, al menos en parte, ese empeño en el continuismo, pues, a pesar de la aparente renovación del Gobierno, su núcleo duro de poder se mantiene inalterado. Sí, hay cinco nuevas incorporaciones, pero asistimos más a un ejercicio de equilibrio interno que de renovación.
Cierto es que lo primero que urge negociar son los Presupuestos Generales, sobre todo para ver de qué forma se pueden conciliar las exigencias de Bruselas con la proverbial reticencia de nuestros gobernantes a meter el cuchillo en la intocable estructura de la Administración, que es donde está el verdadero problema, aunque nadie con mando en plaza jamás se atreva a decirlo. De ahí que Luis de Guindos y Cristóbal Montoro mantengan sus respectivas carteras. El primero para lidiar con la UE, como ha venido haciendo hasta la fecha. Y el segundo, es de temer, para realizar alguna pirueta fiscal que cuadre las cuentas sobre el papel, aunque luego el déficit siga campando por sus respetos. En cuanto a Soraya Sáenz de Santamaría, pierde la portavocía, pero conserva lo demás, CNI incluido, y será la encargada de procrastinar el problema del secesionismo. Lo que en opinión de este medio es un pésimo augurio. Pues no se nos ocurre persona menos indicada para poner coto al desafío rupturista que quien lo ha venido alentando con la inacción permanente o, a lo sumo, agitando el palo y la zanahoria.
Rajoy parece descontar que el desfonde del PSOE y el temor que provoca Podemos en una parte sustancial de la sociedad española, le permitirá seguir abordando la tarea de gobernar como una mera regencia
Rajoy ha demostrado ser por enésima vez que es un político prisionero del corto plazo. Sí, ha premiado a María Dolores de Cospedal con el Ministerio de Defensa, porque con alguna fruslería tenía que recompensar a quien mantiene mal que bien en orden el partido y traga Bárcenas como sapos. También ha dado entrada en el Gobierno a cinco caras nuevas. Pero, con todo, sigue siendo poco, muy poco. Ha faltado un gesto significativo, ese guiño que los españoles llevan esperando demasiado tiempo y, a lo que parece, nunca llegará mientras dependa de Mariano. Era demasiado pedir que añadiera a su proverbial prudencia cierta dosis de audacia, pero había que soñarlo.
Con todo, lo más preocupante es que Rajoy parece descontar que el desfonde del PSOE y el temor que provoca Podemos en una parte sustancial de la sociedad española, le permitirá seguir abordando la tarea de gobernar como una mera regencia, como si la coyuntura fuera permanente y el PP aspirara a ser partido único. Al igual que Constantino, Mariano parece empeñado en poner en peligro la ciudadela, confundiendo el circunstancial desbarajuste del mapa político español con la fortaleza propia.
Sea como fuere, y resulte esta legislatura larga o corta, de lo que no hay duda es que éste será un gobierno de transición. Servirá para confeccionar los presupuestos y, con suerte, ralentizar con subterfugios la amenaza de ruptura territorial. Pero más allá de estos dos ejes fundamentales, mantener la paz con Bruselas y procrastinar el desafío secesionista, poco más cabe esperar. Habrá que seguir aguardando un milagro. Ojalá los españoles sigan haciendo crecer la economía a pesar de la política. Es decir, ojalá Constantinopla resista.