El discurso de Navidad que Su Majestad el Rey dirigió a los españoles la noche del 24 de diciembre pasado hizo hasta cuatro veces el viaje de ida y vuelta entre Zarzuela y Moncloa. El texto, probablemente obra de Álvaro Durántez, politólogo y amigo personal del monarca, supervisado por el Jefe de la Casa, Jaime Alfonsín, fue remitido al gabinete de la presidencia del Gobierno y devuelto por tres veces con no pocos tachones y una recomendación final casi idéntica: “más suave”, y así hasta que, a la cuarta intentona, Moncloa dio la callada por respuesta y en palacio entendieron que aquella era la versión definitiva. El “más suave” tenía que ver con las referencias del monarca al problema planteado por el independentismo en Cataluña. Tras su histórico discurso televisado del 3 de octubre de 2017, Felipe VI se ha convertido en el valladar que se interpone en los planes de Pedro Sánchez para ceder a las pretensiones del independentismo catalán a cambio de respaldo parlamentario a un Gobierno débil que, con apenas 120 diputados, necesita del apoyo de la extrema izquierda de Podemos, del nacionalismo vasco y del separatismo catalán. Felipe VI, un rey en el exilio de Zarzuela, dique de contención y objetivo a batir por Sánchez y sus socios.
El resultado fue un mensaje a la nación descafeinado, decepcionante en grado sumo, que quedó muy lejos de las expectativas de una población que tras la vergonzosa retreta de Rajoy y la irresponsable deriva de Sánchez ha depositado en el Rey, como primera autoridad del Estado, su confianza en la prevalencia de la Ley y la Constitución. Días después, y ante el aún presidente en funciones, el monarca fue algo más explícito en su discurso de la Pascua Militar, el 6 de enero, al destacar “el compromiso con España y con nuestra Constitución” del Ejército y la Guardia Civil, definidos como “garantía de la libertad y la seguridad de los españoles”. Sus palabras llegaron apenas 24 horas después de que la portavoz de EH Bildu en el Congreso calificara de “autoritario” a Felipe VI y atacara a la Constitución, ello en presencia de un Sánchez que optó por un silencio vergonzante evitando salir en defensa del Rey.
Desde que anunciara su acuerdo de Gobierno con Podemos, los desplantes de Sánchez para con el monarca han sido constantes. La lista sería larga, empezando por el insólito viaje a la Cuba castrista (el Rey se enteró del pacto de Gobierno socialcomunista al tomar tierra en La Habana), al intento de enviar a la pareja real a Argentina para la toma de posesión de Alberto Fernández (viaje al que Felipe VI se negó en redondo), pasando por el filtrado a los medios afines de los nombres de los nuevos ministros evitando comunicárselos primero al Rey en persona, asunto de menor cuantía que el botarate despachó por teléfono. Conviene aclarar que el Rey se quedó en Zarzuela aquellos días esperando acontecimientos, mientras la reina y las infantas se ausentaban de Madrid, aguardando la visita de Sánchez para hacer efectiva dicha comunicación. El último feo sanchista ha consistido en vetar el viaje del monarca a la cumbre Davos, en la que han hecho acto de presencia todas las monarquías europeas.
Estamos ante una política que de forma deliberada intenta convertir al Rey en un jarrón chino, un florero, una antigualla de la que prescindir
La preocupación, no exenta de cabreo, por el trato que el titular de la Corona recibe del presidente del Gobierno es manifiesta desde hace tiempo en el entorno de Zarzuela, enfado del que el propio Emérito ha dejado constancia ante no pocos amigos de su generación. Hasta el más lego intuye que la intención de Sánchez de ningunear, desactivar y terminar arrumbando en el baúl de los trastos viejos al Rey como representante de la institución monárquica, mediante un proceso paulatino de suplantación personal de las atribuciones que la Constitución confiere a Felipe VI. Estamos ante una política que de forma deliberada intenta convertir al Rey en un jarrón chino, un florero, una antigualla de la que prescindir como un cuerpo muerto cuando, andando el tiempo, posiblemente tras unas nuevas generales de las que saliera reforzado, pueda plantear una reforma de la Constitución en la que se cuestionaría la forma de Estado.
Tiempos difíciles los que le han tocado vivir. Tras cinco años ya como titular de la Corona, Felipe VI se enfrenta liviano de equipaje al final de la Transición, y lo hace sin el parapeto de silencios cómplices que rodeó a su “campechano” padre, y sin la proverbial capacidad para empatizar que a éste caracteriza, aunque bien es cierto que Felipe gana enteros en las distancias cortas. Alguno de sus influyentes amigos se permite advertirle que no está bien rodeado, con ese “perpetuo acollonado” que es Alfonsín, abogado del Estado, siempre presto a colocarse a la defensiva sin correr riesgos, y un secretario general, Domingo Martínez Palomo, teniente general de la Guardia Civil y miembro del Opus Dei, que es otro “gallina” poseído por la obsesión de controlarlo todo. De forma inconsciente, la pareja contribuye a aislar al Rey en palacio favoreciendo los designios de Sánchez. “Felipe y sus hermanas visitaron España de cabo a rabo. Todo el día estaban en la calle”, asegura un buen conocedor de Zarzuela. “Ahora disponen de una joya como la princesa Leonor, pero la tienen escondida. Por tener tienen hasta a la infanta Elena, una mujer con la simpatía natural de su padre, pero en la Casa han decidido taparla; la familia no existe”.
¿Qué piensa Letizia?
Algunos sugieren que el problema está dentro y tiene nombre de mujer. Se llama Letizia, una antigua locutora de televisión acostumbrada al flirteo con sus amigas progres, y es reina consorte. ¿Qué piensa Letizia del ninguneo que el Gobierno de Pedro & Pablo dispensa al titular de la Corona? Este mismo mes de enero, testigos presenciales han escuchado a Telma Ortiz sentirse “fascinada por el discurso de Pedro Sánchez” en una sala de espera madrileña, “discurso” entendido como el repertorio comunicativo global del sujeto. Los amigos antes citados insisten en la necesidad de romper ese aislamiento mediante una estrategia alternativa destinada a recuperar protagonismo, evitando que la Corona termine pareciendo una institución superflua y prescindible. Se trata de hacer algo dentro de los márgenes que la Constitución le confiere, pocos pero trascendentales, nada menos que los de garante de la unidad nacional y jefe de las Fuerzas Armadas.
Escapar al cerco tendido por el insensato que nos gobierna no es fácil. De forma tan indirecta como certera, el propio Rey dio en la diana durante la cena que el presidente de Israel, Reuven Rivlin, ofreció esta semana a los mandatarios presentes en Jerusalén para conmemorar el 75 aniversario de la liberación de los campos de exterminio de Auschwitz-Birkenau: “No hay mayor insensatez que la de quienes se sienten legitimados para discriminar, consentir la intolerancia o promover el resentimiento contra otros por interés político, extremismo religioso u odio racial”, aseguró el monarca en un discurso realizado en nombre de todos los invitados. Promover el resentimiento y el odio por puro interés político: imposible definir mejor lo que está ocurriendo hoy aquí, con esa suicida pretensión de gobernar para media España contra la otra media.
Felipe VI es una figura de prestigio en el mundo y una garantía de estabilidad para los socios de la UE y resto de países occidentales
El 15 de abril de 1936, Manuel Azaña presentó en las Cortes el programa de Gobierno de un Frente Popular que había ganado las elecciones del 16 de febrero. Muy al cabo de la violencia que ya estaba aplicando la extrema izquierda marxista, el presidente del Consejo y líder de Izquierda Republicana pronunció un discurso conciliador: “Es conforme a nuestros sentimientos más íntimos el desear que haya llegado la hora en que los españoles dejen de fusilarse unos a otros”. Le respondió José María Gil-Robes, en nombre de los diputados de la CEDA, con otro de enorme altura moral: “Para evitar injusticias sociales, para llevar a una más justa distribución de la riqueza, yo le digo que nuestros votos estarán a disposición de Su Señoría”. Alguien gritó desde la bancada republicana: “No los queremos”. La marea revolucionaria era tan intensa, el foso de odio entre unos y otros tan profundo, que Gil-Robles terminó su alegato con una frase para la historia: “Desengañaos, señores diputados, una masa considerable de la opinión pública española que es, por lo menos, la mitad de la nación, no se resigna implacablemente a morir”.
Arrumbada la idea de la reconciliación, el fruto más sabroso de la Constitución del 78, la deriva de este Gobierno apunta peligrosamente hacia el año 36 del siglo pasado. Tenemos nuestro Largo Caballero en Moncloa y nuestro Companys en Lledoners, dispuestos ambos a arreglar lo suyo en perjuicio de lo de todos. Es verdad que la sociedad española es hoy mucho más rica y más culta, o mejor dicho, más alfabetizada, y sobre todo incomparablemente más cobarde, pero el vaticinio de Gil-Robles vuelve a cobrar validez. La mitad de la nación no se resignará mansamente a morir. En manos de este aventurero sin escrúpulos, nuestra democracia se desliza aceleradamente por la cuesta abajo de un deterioro institucional en apariencia imparable. Quienes en su día nos sentimos escandalizados ante el impúdico espectáculo protagonizado en Italia por un Berlusconi dispuesto a cambiar las leyes a su conveniencia, estábamos lejos de imaginar que lo mismo llegaría a pasar en España con un sujeto dispuesto a hacer lo propio para sacar de la cárcel a los líderes del procés cuyo respaldo necesita para seguir en el poder. Nuestro caso es aún peor. “Sánchez no le estaría dando un trato de favor a Junqueras, se estaría dando un trato de favor a sí mismo, porque la reforma del Código Penal no pretende aliviar el sufrimiento del preso, sino prolongar su estancia en la Moncloa”, escribía Rafa Latorre en El Mundo: “Hay una España sometida al interés de un Gobierno y no al revés. No es piedad, es ambición”.
El Rey como último escollo
Un Gobierno dispuesto a cambiar el Código Penal y, naturalmente, la Constitución llegado el caso, que ha decidido unir su suerte a la de la brutal dictadura venezolana, de la mano de sus socios de Gobierno, la claque de Maduro en España, como ha demostrado el episodio protagonizado por el ministro Ábalos en Barajas con la vicepresidenta del tirano, una exclusiva de este diario. La respuesta del aludido explicita mejor que mil palabras la talla moral del sujeto y del Gobierno al que pertenece: “Yo vine para quedarme y a mí no me echa nadie”, dijo ayer el demócrata, que días antes había despachado el asunto de forma destemplada y soez, amenazadora incluso, propia de ofendido matón de club de alterne.
Frente a tal fundamental desafío, la figura del Rey emerge más que nunca como valladar, último escollo que deberán superar quienes pretendan no ya dar por cerrada la Transición, muerta de muerte natural, sino acabar con el régimen de monarquía parlamentaria para ir hacia esa III República de carácter plurinacional que pretende el PSOE de Sánchez. Felipe VI es una figura de prestigio en el mundo y una garantía de estabilidad para los socios de la UE y resto de países occidentales, cuya importancia a la hora de anclar a España en esa comunidad de naciones que comparte los principios de la democracia liberal va a ir en aumento ante la creciente amenaza del Gobierno frentepopulista de Pedro & Pablo. El monarca cuenta con el total respaldo de los Gobiernos de la UE y naturalmente del de Estados Unidos y sus servicios de inteligencia, aunando la amistad de los dueños del petróleo y la del lobby judío. El episodio de Barajas ha puesto sobre aviso a Washington. De pronto, el fantasma de una sucursal europea amiga de la narco dictadura venezolana se ha hecho presente en la administración Trump. Acostumbrado a pasarse por el arco de sus caprichos a un país carente de fibra moral como el nuestro, el intrépido Sánchez ha ido a buscarse un mal enemigo.