Retoma uno el hábito de escribir tras la más que nunca necesaria descompresión y la sensación imperante es la de una extraordinaria pereza. Las mismas caras, los mismos gestos, los mismos discursos y justificaciones vacuas. Es como si el tiempo se hubiera detenido. O peor aún: como si hubiésemos caminado en estas semanas hacia atrás, porque no estamos mejor, porque en lugar de haber aprovechado la relativa tregua para organizar el regreso a una realidad de inéditas inclemencias, el mes de agosto sólo parece haber servido para instalar en la opinión pública una especie de automatismo mental según el cual la culpa de todo lo malo que de septiembre en adelante nos ocurra será de los demás.
Ni estamos mejor, ni por mucho que Pedro Sánchez lo repita hasta el aburrimiento se dan las condiciones apropiadas para que el nuevo eslogan de Iván Disney, “España puede”, se convierta en realidad. Al Houdini de La Moncloa se le clarean cada vez con mayor nitidez las ideas, muy en línea con las de ese personaje tardofranquista y gris de Eduardo Mendoza, el señor Carvajal de “El Rey recibe” (Seix Barral), quien en un momento de debilidad dice aquello de que “la democracia, si verdaderamente representa la voluntad de la mayoría, por fuerza lleva al poder a los peores”. Sí, Redondo nos tiene calados, y con cada nueva consigna propagandística que sale del cuarto de máquinas de Moncloa pone de relieve con mayor énfasis el muy escaso valor que concede a la inteligencia media de los españolitos.
La oferta de unidad no puede ser una ocurrencia puntual para abrir los telediarios, ni una nueva trampa para incautos. Porque ya no quedan incautos, ni hay sitio para más fantasías
Tampoco da la impresión de que su actual cliente despierte en él una elevada consideración. Al someter a Sánchez -a la vuelta de unas vacaciones funestas en términos de gestión sanitaria- al cinematográfico pero en el fondo banal ejercicio de retórica hueca y voluntarista que protagonizó el pasado lunes -adornado por cierto con esa empalagosa imagen de pastoril convivencia entre banqueros, empresarios y la flor y nata del rojerío radical patrio-, Iván de las Maravillas nos dibuja a un presidente esclavo de la imagen, artificialmente optimista y completamente ajeno a las angustias que viven muchos ciudadanos. Un presidente sin naturalidad que declama eslóganes como si fueran los números del Euromillones, que ha pasado del 'no es no', y el ofensivo trifachito, a reclamar una unidad que sistemáticamente ha saboteado; un presidente que sabe que tal unidad sería hoy esencial en términos de país, pero que condiciona su obtención a las exigencias mercadotécnicas del mago de la chistera.
Se dirá que las circunstancias ya no son las que eran, que la pandemia ha puesto todo patas arriba. Y es verdad. Se dirá, y con razón, que la unidad en tiempos de crisis es el ingrediente principal de cualquier receta que contribuya a acortar los plazos de una razonable solución. Y es cierto. Como también lo es que forma parte de la lógica de la política que sea el presidente del Gobierno quien reivindique, y lidere en circunstancias adversas, la búsqueda de la unidad. Sucede sin embargo que Sánchez equivoca la puesta en escena; que las formas elegidas para lanzar idea tan necesaria lo que demuestran es que el presidente no cree en la unidad, sino en la utilización política de tan utópico concepto en beneficio propio. La unidad no es un eslogan más de esos que Iván Copperfield extrae de 'El ala oeste de la Casa Blanca' La oferta de unidad no puede ser una ocurrencia puntual para abrir los telediarios, ni una nueva trampa para incautos. Entre otras cosas porque ya no quedan incautos. Ni hay sitio para más fantasías.
Este es un país necesitado de sacrificios y de líderes dispuestos a sacrificarse, al que le sobran perfomances como la del lunes y genios de la lámpara
“El Gobierno puede garantizar la estabilidad del Ejecutivo durante 40 meses de legislatura”, pero “de todos depende que la legislatura además de larga sea fructífera”. La frase resume mejor que ninguna otra de las escuchadas en la Casa de América la filosofía que impregna la toma de decisiones en la Presidencia del Gobierno. Primero, porque revela el desmesurado interés de Sánchez por la permanencia en el poder y la constante alteración a la que su santa voluntad somete al orden natural de los factores (lo importante no es que la legislatura sea fructífera sino larga). Después, porque desvela el núcleo de la estrategia diseñada: socializar el fracaso, señalar a los demás como copartícipes necesarios de la catástrofe. Qué distinto hubiera sido el discurso si lo dicho hubiera sonado más o menos así: “El Gobierno está obligado a garantizar la estabilidad, pero solo si es una estabilidad fructífera. Los españoles no se merecen que malgastemos un tiempo que no tenemos”. El problema es que nadie le dice estas cosas al emperador; que Iván Juul no trabaja para el Estado, sino para Sánchez; que estamos en manos de un sanedrín que recuerda mucho a aquel trío formado por Carlos IV, Manuel Godoy y María Luisa de Parma en el que cada uno iba a lo suyo mientras ingleses y francos nos miraban asombrados y aprovechaban nuestras incapacidades para sacarnos del núcleo duro que iba a decidir el futuro de Europa.
Yo no sé si, como dicen algunos, España tocó fondo en agosto. De lo que no hay ninguna duda es de que estamos ante un país despedazado por el derrumbe económico, las tensiones territoriales y la negligente incapacidad demostrada para coordinar eficazmente las administraciones. Un país necesitado de sacrificios, y de líderes dispuestos a sacrificarse, y al que le sobran perfomances y genios de la lámpara. Un país que a partir de la flagrante incapacidad de nuestra clase política para el entendimiento (y aquí Sánchez no es el único culpable), está a punto de volver a confirmar la cíclica fatalidad que resumió en una lastimosa frase Juan Eslava Galán: “Una de las miserias determinantes de nuestra historia es que el errático y a menudo patético rumbo de España ha sido determinado frecuentemente por gobernantes incompetentes y tarados” (“Historia de España contada para escépticos”. Planeta Historia y Sociedad, 2002).
Acabaremos haciendo bueno a Fernando VII, pero eso sí, todo se arreglaría como por ensalmo si ponemos a Felipe VI de patitas en la calle. País.