Rivera ha decidido que no quiere aparecer como el responsable del fracaso de Manuel Valls en Barcelona. No hará campaña electoral con él, sino que mandará a Inés Arrimadas. Es el colofón a un error monumental de hace más de un año. El líder de Ciudadanos quería dar un pelotazo electoral, en plan estadista, con la incorporación de un francés con predicamento en España.
Arriesgó, y cometió fallos de intendencia graves. Primero desplazó a los cargos de Cs que habían estado trabajando más de una legislatura, y los puso al servicio de Valls. Rendidos, se permitió que el exprimer ministro creara un logo con los tres colores de la bandera francesa como pilar de su nombre, sin guiño al naranja. Luego, el francés no incorporó a los pesos pesados de Cs, sino que creó un equipo personal encaminado a mantener una política propia. Así fichó a antiguos miembros del PSC descontentos con Ernest Maragall, con el objetivo de llegar a un acuerdo entre constitucionalistas.
Ese movimiento era lógico desde la óptica de Valls, socialista de toda la vida, empeñado en realizar una política francesa en Cataluña: hacer frente al populismo uniendo a todos sus adversarios, sobre todo si se sigue la consigna riverista de que el orden constitucional está en peligro. Era cuestión de ser consecuente con lo que se decía.
El veto de Rivera al PSOE descompuso a Valls, quien había publicado un manifiesto llamando a la unidad de los constitucionalistas
Sin embargo, las cosas entre ambos no acaban de encajar. El motivo es que Rivera y su equipo articulan su estrategia, discurso y acción política solo en función de las encuestas de opinión y los sondeos electorales.
Ciudadanos decidió que ser de “centro” significaba ser “liberal”; aunque le añadieron el adjetivo “progresista”, que en puridad es igual que socialdemócrata suave, al estilo inglés anterior a Corbyn. Esa definición de Cs no vino por una revelación mística en una organización que nació en la socialdemocracia, sino como ubicación en el mapa político. Ser de centro-izquierda en España significa competir con el PSOE, cuya fidelidad de voto no baja del 75%. Es mucho más rentable atacar al PP, en horas bajas, y con una lealtad inferior al 45%.
Esto descolocó a Valls, cuya existencia política está ligada al Partido Socialista, enfrentado a los liberales europeos. El francés no se veía a sí mismo en mítines y debates defendiendo la naturaleza liberal de su programa.
Después llegó el veto a Sánchez y al PSOE. Rivera lo hizo pensando en los votantes indecisos de Cs, cuya mayor parte no quería que se repitiera lo de 2016, cuando él y el jefe de los socialistas llegaron a un acuerdo. Además, mantener la duda sobre el destino de los votos a Cs, si van a pactar a izquierda o derecha, era su debilidad. El resultado es conocido: orquestaron una reunión de la ejecutiva para escenificar el veto. Esto volvió a descomponer a Valls, quien había publicado un manifiesto llamando a la unidad de los constitucionalistas.
Es preciso reconocer que en esto Valls tenía razón: si el orden constitucional estaba en peligro por obra y gracia de los populistas golpistas, como decía Rivera una y otra vez, ¿por qué no unir a todos los constitucionalistas, incluido el PSOE para hacer frente a la situación? No le faltaba razón a Valls: no se puede dar una solución al problema constitucional que sea de consenso sin los socialistas. Fallaba la lógica cartesiana.
Variar las propuestas y determinar la acción dependiendo de las encuestas de opinión y los sondeos electorales, es algo tan dañino como una ideología
Y en esto llegó Vox. Valls entendía que el nacional-populismo de los voxistas era equiparable al de los catalanistas, y que tan dañino era uno como el otro para la convivencia. De nuevo era la lógica política francesa. Rivera sabía que en Andalucía no había más remedio que pactar con Vox, pero a sus votantes del resto de España no les gustaba, y podía perjudicar su imagen “liberal” y centrista. Aquí Cs cometió otros errores, porque mezclaron el histrionismo en la negativa a sentarse con Vox en Andalucía con la foto de Colón.
Esa imagen de las “tres derechas” desbarataba el discurso de Valls: no se podía presentar como la solución antipopulista apareciendo en la foto con un populista y, además, de “extrema derecha”. Era como si el PSC hubiera pactado con Jean-Luc Mélenchon, socialista hasta 2009 y luego populista con su “Francia insumisa”, para acabar con el nacional-populismo de Le Pen. La lógica cartesiana de Valls cortocircuitaba.
A esto se han añadido las encuestas electorales. Valls no llega a la alcaldía en ninguno de los escenarios. ¿Por qué ha de ir Rivera a Barcelona a dar la cara junto a uno de sus candidatos que va a fracasar? La imagen de éxito, muy forzada en ocasiones, tanto que renunciaron a presentar una investidura en Cataluña tras el 20-D, es más poderosa que cualquier idea política.
El centro se ha convertido en sustituir la ideología por las encuestas. No está mal, pero resulta decepcionante para los que conocemos la historia de la vida política de los últimos doscientos años.
Podemos coincidir en que un partido en democracia no debe tener ideología, sino ideas, principios y valores. Esto suena hoy raro debido a la hegemonía cultural del izquierdismo desde la década de 1970. Desde entonces, parece que un partido es una iglesia con un dogma para interpretar el mundo y dirigir la política hacia un fin predeterminado. El extremo contrario, el variar las propuestas y determinar la acción, incluso el compromiso, dependiendo de las variaciones en las encuestas de opinión y los sondeos electorales, es tan dañino como una ideología.