Opinión

Roja y amarilla

Durante años tuvimos que sobreponernos a las esteladas que colgaban de muchos balcones desde donde ondeaban amenazantes, como negro augurio de futuros tiempos peores que ahora se están convirtiendo en realidad. Enseña antidemocrática, imbuida de suprema

  • Miles de personas durante una manifestación contra la amnistía en Barcelona -

Durante años tuvimos que sobreponernos a las esteladas que colgaban de muchos balcones desde donde ondeaban amenazantes, como negro augurio de futuros tiempos peores que ahora se están convirtiendo en realidad. Enseña antidemocrática, imbuida de supremacismo, que te recordaba continuamente que no eras bienvenido en el nuevo país que se estaba imponiendo por la fuerza de los hechos. Bastaba con mirar hacia arriba para sentir el escalofrío. Tal era la hostilidad contenida en un simple paño estampado con una mezcla de la senyera y la bandera cubana. Recuerdo ahora, al pensar en las banderas, una entrevista que en esos meses dio Mariano Gomá, presidente de Sociedad Civil Catalana y cabeza visible de la gran manifestación del 8 de octubre de 2017. Al ser preguntado por el fenómeno de las esteladas colgando desde todo tipo de edificios, Mariano contestó así al periodista: “¿Ves esa casa de ahí enfrente? Cuántas esteladas ves?” El entrevistador dio el número exacto, tres o cuatro, no recuerdo bien. Y ahí es donde Gomá contestó verdaderamente a la pregunta: “Pues todos los balcones donde no hay estelada son nuestros”.

La bandera española somos todos, pero todos iguales. Y cuando nos juntamos en la calle para salir de nuestro aislamiento de víctimas del separatismo, la bandera nacional es señal de identidad compartida


Colgar la enseña nacional de un balcón catalán es una decisión que no puede tomarse a la ligera. Hay que sopesarla meditadamente, porque una vez adoptada ya no hay vuelta atrás. El inquilino de esa casa queda señalado para siempre ante sus vecinos y nada de lo que haga después podrá deshacer su categorización como nyordo, colono o facha. Su reputación quedará en entredicho. Hay que valorar si el precio que se paga por ello, que dependerá de cada circunstancia personal, vale la pena.
Quizás por eso la potencia de una sola bandera española desplegada en un balcón catalán es tan fuerte. Inmediatamente el que la descubre se siente íntimamente ligado a esa familia, parte de su dilema, orgulloso de su decisión. Uno descubre en ese balcón de un edificio cualquiera a amigos desconocidos que a lo mejor llegará a saludar por la calle cuando se encuentren con esa misma bandera al hombro en la lucha común por su defensa. La bandera española somos todos, pero todos iguales. Y cuando nos juntamos en la calle para salir de nuestro aislamiento de víctimas del separatismo, la bandera nacional es señal de identidad compartida y de pertenencia a una Patria común. Nos saca de la soledad, nos devuelve la Historia y el orgullo. Quién sabe si esas sonrisas entre desconocidos no se están produciendo entre viandantes que una vez encontraron consuelo en una bandera española resistiendo en un balcón y los valientes propietarios que un día se arriesgaron a colgarla.  Amigos desconocidos, parte de la misma nación.

No nos vamos que cansar, que seguiremos resistiendo a pie firme la voladura de nuestro Estado de Derecho. Un día tras otro, mientras haga falta


En estos días de resistencia ante la deriva suicida emprendida por Pedro Sánchez, las banderas españolas se multiplican por todas las ciudades y todos los pueblos. Las llevan ancianos, niños y adolescentes, padres de familia y grupos de jóvenes, y sintetizan la profunda impotencia que sentimos todos ante la venta de la nación  a sus enemigos. Es el precio que vamos a pagar para que se sacie la ambición ilimitada de Pedro Sánchez, que incapaz de ganar las elecciones, tiene que comprar la Presidencia del Gobierno al precio que sea. En la calle tenemos que encontrarnos los que no tenemos acceso a los salones cerrados del poder, y en la calle nos reconfortaremos y encontraremos fuerza. El PSOE cuenta con que, pasados unos días, nos cansemos y volvamos a nuestras vidas dejándoles el camino expedito para hacer y deshacer cómodamente, pero ahí deberíamos demostrarles que se equivocan, que no nos vamos que cansar, que seguiremos resistiendo a pie firme la voladura de nuestro Estado de Derecho. Un día tras otro, mientras haga falta. Que la oposición cumpla con su cometido y encuentre formas legales de presentar resistencia a la infamia, dentro y fuera de nuestras fronteras, con inteligencia y con estrategia, dejándose de personalismos estériles que a nada llevan más que al fracaso, porque nosotros no nos cansaremos de decir, bandera en mano, que no vamos a dejar que este proyecto común que es España desaparezca por el interés personal de unos pocos.
Nuestra bandera roja y amarilla, para que se viera bien en alta mar izada en la cubierta de nuestros barcos, se escogió como estandarte marítimo unificado de España en 1843. Hoy, tanto tiempo después, la seguimos usando para reconocernos en medio de la tormenta. Ojalá consigamos llegar a puerto seguro.

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