A don José le operan la semana que viene y está el hombre acojonadísimo, las cosas como son. Don José, a quien sigo tratando de usted a pesar de lo mucho que nos queremos desde hace ya bastantes años, es una de las personas más buenas que conozco. Está ya jubilado de su puesto de maestresala (el mejor de Madrid, sin duda; le conocen los taxistas por su nombre) y tiene, además de la bondad, virtudes raras y valiosísimas: la lealtad, la sinceridad, una memoria prodigiosa, el perfeccionismo en todo lo que hace, la humildad, la eficacia, el inagotable afán de aprender…
Y entre esas virtudes hay que señalar una más: la hipocondría. En él es una virtud, porque le permite mantener conversaciones inagotables sobre los males que padece. Esa es una de las más tristes características que definen a las personas de nuestra edad (él es un poquito mayor que yo, muy poco), que somos perfectamente capaces de parlotear durante horas sobre las enfermedades auténticas, posibles o imaginarias que nos aquejan. Pero don José, quizá porque nació un 23 de abril (día del Libro) o quizá por su condición de hipocondriaco eminente, diserta con una elocuencia deslumbrante sobre las virtudes del titanio para las prótesis de rodilla, sobre los dolores de espalda, sobre la covid de las narices (que él superó con una soltura digna de Rafa Nadal sobre tierra batida), sobre sus imaginarias pérdidas de memoria y sobre lo que se ponga por delante. Es el único hipocondriaco que conozco con el que nunca te aburres. Cuenta los detalles de todas sus dolencias como si fuesen ciertas. Y con un estilazo narrativo que casi te acaba doliendo a ti lo que él dice que le duele.
Un libro prodigioso
Pero ahora le han detectado un meningioma. Está el hombre en un sinvivir. Yo, por animarle, caí en la tentación de ponerme en plan cuñao, es decir, lanzarme a pontificar acerca de algo sobre lo que no tengo ni repajolera idea. Pero caramba: algo sí sabía, muy poco, porque el azar (que es, junto con el Banco Santander, lo que lleva nuestras vidas hasta la mar, que es el morir) hizo que mi padre me enviase hace una semana un libro prodigioso. Se titula Ante todo, no hagas daño y lo ha escrito un señor que se llama Henry Marsh, un británico de 71 años que, después de estudiar Ciencias Políticas, Filosofía y Economía en la Universidad de Oxford, decidió hacer lo que de verdad le gustaba y estudió Medicina. Es uno de los neurocirujanos más prestigiosos del mundo.
Es un tumor benigno de crecimiento lento que, al presionar sobre el tejido nervioso, provoca síntomas como cierta confusión, lagunas de memoria y otras pejigueras que conviene eliminar cuanto antes
El libro, que publicó en España la editorial Salamandra y que les recomiendo vivísimamente, es la historia de su vida contada a través de sus operaciones en el cerebro... de los demás. Las buenas y las malas. Las que salieron bien y las que fracasaron. Las que parecían fáciles pero después no lo fueron, y las que parecían difíciles y desde luego sí que lo fueron. He visto cómo un genio (Eduardo Barba) contaba su vida a través de las plantas que aparecen en los cuadros del Museo del Prado. Pero nunca pude imaginar que alguien hiciese lo mismo: explicar quién es, qué ha aprendido y cómo ha logrado esa serenidad para afrontar la vida, en una sucesión de relatos de aneurismas, hemangioblastomas, neurotmesis, oligodendrogliomas, empiemas y otras barbaridades semejantes.
El meningioma viene en la página 115, le dije a don José; y, por lo que cuenta este hombre, no tiene usted grandes motivos de preocupación. Es un tumor benigno de crecimiento lento que, al presionar sobre el tejido nervioso, provoca síntomas como cierta confusión, lagunas de memoria y otras pejigueras que conviene eliminar cuanto antes extirpando el meningioma. Así que todo saldrá bien.
Buena la hice. No hay nada peor, al hablar con un hipocondriaco, que hacerle ver sosegadamente que lo que le pasa no es para tanto. A don José le entró una tembladera que ni el terremoto de Fukushima (él ha vivido en Japón muchos años y habla perfectamente japonés), se convirtió en un puro azogue y encima se compró el libro. Esto fue lo peor porque yo le había ocultado lo que dice el doctor Marsh sobre los riesgos de la operación, que no es que sean terroríficos pero que existen, como siempre que se hurga en el cerebro. Y en esas estamos. Esperando. Se me ha ocurrido enviarle a don José, a su casa y antes de que le ingresen, una corona de crisantemos, pero en su estado de hipocondría aguda de ahora mismo no creo que le haga demasiada gracia mi broma.
No son dioses, no son héroes, no son guerreros que luchan contra el dragón de la enfermedad, aunque en algunas épocas de su vida lleguen a sentirse así
El libro de Marsh enseña muchas cosas, pero sobre todo una: los médicos, los cirujanos en cuyas manos ponemos nuestra salud un día u otro, no son dioses, no son héroes, no son guerreros que luchan contra el dragón de la enfermedad, aunque en algunas épocas de su vida lleguen a sentirse así. Son gente común y corriente que hace cosas que muy poca gente más sabe hacer. Tienen, sin embargo, un enemigo que ningún otro profesional tiene (salvo, quizá, los pilotos de los aviones): el miedo. El miedo invencible de los demás. El paciente al que ingresan en un hospital está, como mínimo, nervioso. Mejor fuera decir preocupado. Y en muchos casos, muchísimos, está aterrorizado. Calmarle, serenarle, hacerle sentir entre amigos, es el primer y principal deber de un médico. Sin eso, todo se vuelve mucho más difícil. Eso es lo que explica, operación tras operación, el maravilloso Henry Marsh. Toda persona que ingresa en un centro médico, grande o pequeño, debería firmar un contrato con el médico: usted se compromete a curarme y a no hacerme daño, pero sobre todo a tranquilizarme; yo, a cambio, prometo mantener toda la serenidad que pueda, porque ese es un mal contagioso y, si usted se pone nervioso por mi culpa, es posible que todo salga peor. O al menos será más difícil.
Hombre, siempre hay gamberros. Recuerdo bien la segunda o tercera vez que me metieron en un quirófano. Una avería en el vientre, me parece que era. Yo viajaba por los pasillos del hospital, cubierto nada más que por una indecorosa sabanita verde. Iba tranquilo. Ante mi impasibilidad, el enfermero que me conducía me preguntó, algo malévolo: “¿No está usted nervioso?”. Yo le miré desde abajo y contesté: “¿Tengo motivos?”. El hombre se echó a reír y me dijo que no, que ninguno. Y todo fue bien.
Mitigar el dolor
La muerte forma parte de la vida. Ya no entiendo (antes sí) por qué hay que tenerle miedo y por qué la sociedad se empeña en impedir que elijamos la forma y el momento de su llegada, cuando tenemos claro que seguir aquí ya no es vivir sino solamente durar, como dice mi padre; cuando ya no somos quienes fuimos y sabemos que nunca seremos quienes queríamos ser, o peor aún: ni siquiera sabemos ya quiénes somos. La función de los médicos no es impedir la muerte sino alejarla un poco más, aunque está claro que llegará; y, esto sobre todo, mitigar el dolor, suturar la angustia, cauterizar el desvalimiento y, lo más importante, extirpar el miedo.
Así que no se preocupe, don José. Mi padre tiene mareos (que le aquejan mucho más desde que se los diagnosticaron, cómo no), nuestro amigo Óscar está en silla de ruedas por culpa de un dolor en la base de la espalda que no le deja en paz y yo, mucho me temo, no podré ir a llevarle los malvados crisantemos al hospital: me ponen la segunda dosis de la vacuna la víspera de su operación y es probable que pase dos o tres días, como dicen en mi tierra, entrejodido. Así que ya estará usted en casa cuando yo levante cabeza. Pero todo irá bien, ya lo verá. Deje de angustiarse. La angustia no le pondrá mejor, eso seguro. El miedo jamás le hizo bien a nadie. Cuando acabe el libro de Marsh lo entenderá.
Así que mucho ánimo y… banzai!