Es curioso lo pronto que nos acostumbramos a perder lo conseguido. Con casi tanta facilidad como con la que en su día adquirimos la certeza de que la Alta Velocidad y la media distancia española eran la forma más segura de viajar de un punto a otro de la península. Durante muchos años, los trenes fueron lo mejor de España. Nuestro país se hizo más manejable, se podía ir a Madrid desde Barcelona o a Málaga desde Gerona y llegar a la hora de comer.
Frente a las tendencias separatistas y autodestructivas que nos asolan, el tren nos mantenía unidos. Conocimos nuestro paisaje desde las ventanillas, encendíamos el ordenador o echábamos una cabezadita, siempre con la seguridad de que llegaríamos a nuestro destino a la hora prevista. Pero poco a poco, de forma paulatina y aparentemente irremediable, la red ferroviaria española empezó a fallar. Primero fueron los cinco o diez minutos de demora antes impensables, después la supresión de la política de devolución por retrasos del importe del trayecto por haberse vuelto estos la norma y no la excepción. Pronto los diez minutos se convirtieron en veinte o en media hora, las noticias de trenes parados en medio de las vías dejaron de sorprendernos, y por último, aprendimos a convivir con el caos en las estaciones, llenas de pasajeros desconcertados y desinformados.
El pasado domingo tuvimos suerte, el AVE de Barcelona a Madrid se retrasó solo una hora sobre el horario previsto de dos horas y media. Parado a la entrada de la estación sin ninguna clase de explicación mientras caía la noche, los empleados del tren respondían a las preguntas de los pasajeros con un exasperado “sé lo mismo que usted”. O sea, nada. Lo más sorprendente era la docilidad del pasaje, que asumía la incertidumbre de un retraso considerable como si fuera lo normal. Y lo consideraba así porque lo es: La nueva normalidad es el caos ferroviario, la incertidumbre sobre los horarios, las averías constantes en la delicada infraestructura de las estaciones y sobre todo, la incompetencia oceánica de un ministro que no da la talla.
A Oscar Puente parece que hasta el apellido lo llevase a la gestión de los transportes, pero lo suyo más bien es una impotencia absoluta por caminos canales y puertos. Desalojado de la alcaldía de Valladolid por el hartazgo comprensible de sus vecinos, a Sánchez le pareció que el personaje, bronco y no especialmente inteligente, reunía las características necesarias para la importantísima gestión del insulto al ciudadano. Y recicló así el material humano de serie B a su disposición para ponerlo a tuitear y hacerse cargo de la parte más abochornante del argumentario, esa que incluso los ministros más entregados a la causa encuentran díficil desarrollar. El bueno de Óscar, que en alguna entrevista ha reconocido en lo que quizá sea la única verdad salida de su boca que no es una persona normal, no le hace ascos a nada. Hay que reconocerle su lealtad al que le puso y su entrega al cumplimiento de la verdadera función encomendada. Pero con tanto tuit y tanta entrevista y tanto insulto no le queda tiempo para ejercer el cargo que al menos nominalmente ostenta y su ministerio se ha convertido en consecuencia en un desastre de gestión que avanza nunca mejor dicho, cuesta abajo y sin frenos.
Lo más significativo que ha hecho Puente en un tren es echar a un cliente que había pagado su billete y que tuvo la osadía de abordarlo para hacerle una pregunta, como cargo político de una democracia que es. Ahora, mientras las estaciones se llenan un día sí y otro también de masas de gente que se arremolina alrededor de las pantallas para ver cuando y si va a salir su tren, incapaz de tomar decisiones y de dejar trabajar a los que saben, se atreve a pedir a los pasajeros comprensión y paciencia en vez darles soluciones, o se va a recibir premios a Galicia mientras los convoyes le descarrilan en los túneles que conectan las estaciones de la capital. Óscar Puente no sabe y aún no sabiendo, no se aparta. Debería vivir en esta etapa de su vida exclusivamente centrado en conseguir las inversiones necesarias, en calmar y proteger a un personal desbordado y harto, en hacer que los trenes, que eran nuestro orgullo, vuelvan a serlo. En dejarse de transferencias de Rodalíes y ponerse como objetivo vital que los trenes vuelvan a salir y llegar a su hora. Pero para eso tendría que dejar de tuitear, de insultar a unos y a otros. Pero para eso tendría que dejar de hacer su verdadero trabajo. Y si algo tiene claro Puente es que quiere de él quien lo puso ahí. El que al final es el verdadero responsable de todo este desastre: Pedro Sánchez Pérez-Castejón. Los trenes son la metáfora perfecta de esta España que no sabe ya donde va.
Opinión
Sánchez está como un tren
Lo más significativo que ha hecho Puente en un tren es echar a un cliente que había pagado su billete
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