“Yo no tengo que explicar un cambio de posición porque yo no he cambiado (…) Nacimos para combatir el nacionalismo (…) Ciudadanos es el partido de los pactos de Estado (…) España Suma sería un gran error”. Albert Rivera en estado puro. Contundente. Más seguro de sí mismo que nunca. “Yo no he cambiado”. ¿Perdón? Pregúntese al respecto a Toni Roldán, Francisco de la Torre o Javier Nart. O, ya puestos, a Luis Garicano, que sufre en la distancia. Son la punta del iceberg de una enorme decepción. ”Nacimos para combatir el nacionalismo”. ¿No darle la menor oportunidad a un Gobierno respaldado por 180 diputados es la mejor manera de combatir el nacionalismo?
Si antes de que se nos echara el verano encima todavía quedaban crédulos que no descartaban que Rivera alterara su escala de prioridades, la extensa entrevista con la que abrió temporada en El Mundo ahuyentaba definitivamente toda esperanza de que el líder de Ciudadanos colocara las urgencias del país por delante de sus ambiciones personales. Ni los riesgos de retroceso electoral, ni la apremiante necesidad de ahormar un Ejecutivo sólido capaz de enfrentar lo que se nos viene encima han hecho cambiar de opinión a la gran “esperanza blanca”, parece que definitivamente abonado a ese mediocre dogma del cuanto peor mejor (para él), tarjeta de visita de la mala política.
Muchos de los votantes de Cs siguen sin entender por qué Rivera no ha dado la menor oportunidad a un gobierno que, respaldado por 180 escaños, habría dotado al país de una valiosísima estabilidad
La mayor sorpresa que nos ha dado Rivera es la de una inesperada incapacidad para el diagnóstico, lo que, unido a una desproporcionada, por injustificada, expectativa de poder, desfigura la muy atractiva oferta original de los naranjas y achica considerablemente el horizonte de un partido al que su dirigente máximo, por exceso de codicia, ha empujado hacia un bisagrismo disgregador, en lugar de aceptar el más modesto pero esencial y tantas veces anunciado papel de instrumento imprescindible contra la extorsión nacionalista.
Rivera cree que la agenda penal del Partido Popular le va a poner en bandeja el liderazgo del centro-derecha. Puede que tenga razón. O puede que no. Puede que el momento de intentar ese sorpasso haya pasado, que ya no se vuelva a presentar; que el 10 de noviembre, si somos llamados de nuevo a votar, descubramos que el impacto en las urnas de la corrupción del PP está en buena parte amortizado, y que el único partido que salga ganando, por sobreexposición electoral, sea el de la abstención. Dos millones de personas ya han decidido quedarse en casa. Y el espectáculo aún no ha terminado.
En el mes de julio uno de cada cinco electores de Cs declaraba haberse arrepentido de haber votado al partido de Rivera. Un 20 por ciento, que no es poca cosa, fundamentalmente nutrido por aquellos que dos meses después siguen sin comprender por qué Ciudadanos repudia ahora aquel acuerdo programático suscrito con el PSOE en 2016 -y que solo contaba con el respaldo de 130 diputados- y ahora se desprecia con endebles argumentos la extraordinaria oportunidad de recuperar, a partir de una confortable mayoría absoluta (180 escaños), una valiosísima estabilidad.
Sánchez y Rivera son los responsables últimos de nuestra debilidad institucional, de la ausencia de una estrategia que fortalezca el Estado frente a los que quieren destruirlo
Si a ese nada despreciable desgaste que ya detectan las encuestas le añadimos el desdén con el que Rivera ha respondido a la propuesta de Pablo Casado de unir fuerzas en eso que han dado en llamar “España Suma”, no es descartable que el otro vivero del que se ha nutrido Ciudadanos, el compuesto por los desertores del PP de Rajoy, se acabe preguntando si merece la pena seguir confiando en este brillante joven, tan celoso de su independencia que puede acabar despeñándose desde el muy elevado concepto que tiene de sí mismo.
Son Albert Rivera y Pedro Sánchez, junto a sus inaceptables vetos personales (¿tienen derecho a vetarse dos políticos en cuyas manos los españoles han depositado la llave de la gobernabilidad?) y su irritante tacticismo, los responsables últimos de nuestra debilidad institucional, de la ausencia de una estrategia que fortalezca el Estado frente a los que quieren destruirlo, del bochornoso espectáculo, a estas alturas ya solo superado por el Reino Unido, de un país incapaz de mantener en pie el edificio que tanto costó levantar. ¿Podía ser peor? Sí, podía ser peor. Podría ocurrir que Sánchez y Pablo Iglesias acabaran alumbrando, en el descuento y de mala gana, un Gobierno débil y sometido al sistemático escrutinio del independentismo, un gobierno incapaz de gestionar con la eficacia debida las necesidades del país; unas necesidades perfectamente identificadas cuya administración se complica cada día como consecuencia de la inoperancia de una clase política cuya incompetencia, falta de generosidad y altura de miras parecen no tener fin.
Ha contado aquí Jorge Sáinz que Manuel Valls medita la posibilidad de montar un partido de ámbito nacional. El hispano-francés, dicen, ve “hueco” para una formación de centro-izquierda pragmática y europeísta. Se equivoca. Si mirara con más atención lo que descubriría no es un hueco, sino un océano de mediocridad, un agujero negro de ineptitud. Así que adelante, don Manuel, a poco que los españoles fuéramos medio normales, podría usted salirse del mapa.