La política de apaciguamiento que sigue Sánchez en Cataluña está guiada por su deseo de que siga abierta para él la pasarela de La Moncloa. Sin duda. Necesita el apoyo parlamentario de los golpistas; es más, del conjunto de los enemigos del orden constitucional para sostener su gobierno imposible.
No importa lo que caiga en esta estrategia: los barones autonómicos, el crédito de España en el exterior, nuestra economía, o el prestigio institucional. Tampoco le importa coquetear con el antimonarquismo de garrafón, ese que dice que la monarquía es muy cara y que no es “moderna”, o con el concepto de “nación de naciones”.
Sánchez busca el “centro” entre los extremos, representados en su opinión por los nacionalistas y “las derechas”, en referencia a PP, Cs y VOX. Sin embargo, el presidente del Gobierno y afines confunden el centro con la equidistancia, como si fuera lo mismo violar que defender la ley. Esta circunstancia se escapa a los parámetros de las democracias liberales, porque es inconcebible un gobierno que quiera sostenerse con el argumento de que la política se puede hacer al margen del Derecho.
A estas alturas de la película democrática parece claro que el problema del gobierno Sánchez es Sánchez
Esa salida de tono, muy acorde con la tendencia que ha marcado el PSC desde hace décadas fundada en la aceptación de la necesidad de dar satisfacción al nacionalismo, primero simbólica y cultural, y luego legal, alimenta a los nacionalbolcheviques. Los CDR, los GAAR y Arran, la CUP y sus aledaños antifascistas, consideran que la Ley es una imposición colonial española que ha de derrumbarse. El recurso a la violencia estructural y real, a la sangre posmoderna, es su forma de hacer política. La amenaza y el miedo constituyen parte de su estrategia para apoderarse del espacio público y de encarnar la voz del pueblo.
El Estado no funciona en Cataluña. La Generalitat, que es Estado, está tomada por quienes apoyaron el golpe de Estado en 2017, manejados desde Waterloo y Lledoners, y dispuestos a repetir el episodio. Torra se niega a hacer un llamamiento a los CDR que hace poco alentaba para que sigan adelante con su plan insurreccional para el 21-D, y el consejero de Interior de la Generalitat no da mucha confianza organizar a sus 17.000 mossos en la preservación del orden público.
Pero tampoco está el Gobierno central ni se le espera. Los socialistas no quieren repetir las imágenes del 1-0 que dieron la vuelta al mundo, en aquella campaña perfectamente orquestada por los golpistas. No quieren que el “Gobierno bonito” de Sánchez aparezca ante Occidente como la resurrección del franquismo y su Estado opresor. Darán la consigna a las Fuerzas del Orden de que eviten enfrentamientos, de dejar hacer hasta la última advertencia de megáfono y la penúltima piedra. La policía aguantará, sudará, mientras se celebran las reuniones bilaterales pactadas por la vicepresidenta Calvo, en una nueva cesión a la visión dual de los independentistas.
Torra va a sudar la gota fría para encontrar el discurso que contenga a sus camisas pardas y que, al mismo tiempo, evite el 155
No saldrá nada de esas reuniones, celebradas como si tratara de dos países distintos. Habrá promesas sanchistas y negativas indepes. Más financiación y otro Estatuto, benevolencia con los políticos presos, y arrinconar a la “derecha españolista”. Frente a eso Torra no puede ofrecer gran cosa: los nacionalbolcheviques le consideran ya como un traidor a la causa, un personaje que no ha cumplido su palabra de dar por proclamada la República catalana. Tampoco puede girarse hacia ERC, cuyo máximo dirigente está en la cárcel y que apuesta por la “vía escocesa”, no la eslovena.
Torra sudará la gota fría para encontrar el discurso que contenga a sus camisas pardas y que, al mismo tiempo, evite la petición argumentada de la aplicación del artículo 155. Sánchez quedará satisfecho -cuándo no- por haberse hecho la foto y mostrarse dialogante con el radical. A partir de ahí, el vacío y el ruido.
A estas alturas de la película democrática parece claro que el problema del gobierno Sánchez es Sánchez. Llegó, decía, para echar a Rajoy, celebrar elecciones y desatascar la política española. Pero ha sido todo lo contrario. Confundió el gobierno con permanecer en el poder, sin entender, como decía Isaiah Berlin, que la política es la creación de espacios de libertad, no de miedo, confusión, desilusión y rabia.