Que las fiscalías de Anticorrupción y del Supremo estén preparadas para dar carpetazo a la caza despiadada a la que se ha visto sometido Don Juan Carlos no deja de ser buena noticia. Ahora se dan cuenta de que mientras fue el Jefe del Estado era inviolable, que así lo determina la ley, y que a partir de su abdicación no hay pruebas que lo inculpen. Estamos hablando tan solo de irregularidades fiscales que el propio rey se encargó de subsanar en su momento. No ha cometido robo, ni desfalco, ni crimen. No es un delincuente. No ha apoyado a ETA. No ha querido separar una parte de España del resto. No ha agredido a un miembro de la fuerza pública.
No ha ocupado casas, ni ha comerciado con drogas. Todo ha sido puro despecho de cortesana pagada por encima de su valía y maledicencias de un excomisario fullero indigno de llevar la placa. Pero ahí quedan los años que quien fuera artífice de la Transición política, colocando a España en el podio de los países más modernos, prósperos y democráticos, ha tenido que pasar sufriendo por tanta ingratitud, tanta deslealtad, tanta cobardía. Y mordiéndose los puños, que por ser quien es no debía rebajarse a responder a tales elementos de garduña.
Ahora reside en Dubái, la única salida que le dejaron al prohibírsele que se instalase en el vecino Portugal. Incluso fuera de territorio nacional, la cercanía de Don Juan Carlos molestaba. Para vergüenza de muchos, aquel que todo se lo dio, aquel de quien solo recibieron una leal amistad, aquel del que se saben deudores, ha pasado a ser invisible, inexistente, poco más que un espectro del que nadie se acuerda. Allá ellos con su conciencia, si la tienen.
Pero frente a ese pelotón de cobardes existe el recuerdo agradecido y cariñoso de la mayoría de españoles, que añoramos a nuestro rey, al hombre que, según los papeles del general Emilio Alonso Manglano, se demuestra que paró el solo el intento de golpe del 23-F. A ver si se enteran los calumniadores de una puñetera vez. El hombre que supo ser rey con Arias, con Suárez, con Felipe, con Aznar y suma y sigue. Entre paréntesis, diré que si este fuera un país normal, a don Emilio se le tendría que haber levantado una estatua en cada plaza de nuestra geografía. Sigamos.
Campechanía
A Don Juan Carlos se le ha echado en cara su campechanía, como si tener cara de higo chumbo fuera virtud. Confunden esa palabra poco afortunada, campechanía, con humanidad. Porque Don Juan Carlos es profundamente humano, cordial, cercano, cálido. Es tan grande que, siendo rey, abdica de todo orgullo y se siente un español más. Yo le he visto hablar con camareros, con peones, con comerciantes, con profesores, con cualquiera, independientemente de su clase social. Y siempre, con los militares de a pie, con la tropa, con los suboficiales y con los rancheros, a los que peguntaba cuando estábamos de maniobras qué se echaba de comer aquel día. Si había Batallón y Llamada, plato legionario por antonomasia, era feliz.
Pero, digresiones aparte, tengo que decirles a quienes tanto han hecho para desprestigiarlo que el tiro les ha salido por la culata. Conforme pase el tiempo, la figura del monarca se agiganta más y más, adquiriendo la grandeza del hombre de estado que fue y del patriota que supo sacrificarlo todo, incluso la corona, por el bien de España. En los libros de Historia, los politiquillos de todo a cien apenas constituirán una nota pie de página. En cambio, Juan Carlos I ocupará páginas y más páginas por méritos propios, por la tremenda importancia que ha tenido en la constitución de la España democrática.
Es ahora cuando corresponde decir más fuerte que nunca que se le echa de menos, que queremos que regrese y que se pongan como se pongan algunos o algunas, y no me hagan citar nombres. El sitio de Su Majestad está donde siempre, entre españoles, entre los que le queremos y respetamos. Decía en reciente artículo publicado en El Mundo mi admirado general Rafael Dávila que, si el rey quisiera, algunos iban a correr la maratón de su vida. También que, en palabras del rey, “Algunos están muy contentos de que me haya ido”, añadiendo mi general que todos sabemos quiénes son. Sé que la hombría de bien de Don Juan Carlos le impedirá citar nombres. Yo tampoco lo haré. Pero sirvan estas modestas líneas para que sepa, Señor, que aquí le esperamos con esos brazos abiertos que jamás se cerraron, salvo cuando tocaba ponerse firmes y ponernos a las órdenes de Vuestra Majestad.
Y sepa que tiene en mi casa unos huevos fritos con un chorizo fetén cuando quiera. Que se le quiere y se le echa en falta.