Abandonar la Unión Europea es un mal negocio económico. Eso lo reconoce hasta el propio ministro de Hacienda británico, Philip Hammond, de los pocos honestos. Olvidemos, pues, falacias como el infame “dividendo del Brexit”, y entendamos el Brexit como lo que es: una mera cuestión sentimental. El valor de dejar de pertenecer a una organización por el mero hecho de sentirse libre. Aunque, a efectos prácticos, esa libertad sirva para poco, porque, en un mundo globalizado y fuertemente integrado, un país pequeño –y el Reino Unido lo es, comparado con Estados Unidos, la UE o China– tiene poco margen para negociar acuerdos comerciales ventajosos. Los pequeños no negocian, tan solo aceptan condiciones.
El Brexit, por tanto, solo tiene beneficios sentimentales y unos costes económicos que no se pueden evitar: como mucho, se pueden minimizar. Para ser justos, estos costes a veces también se han exagerado. Así, una salida con acuerdo que desembocase –tras el período transitorio– en una relación definitiva similar al modelo Noruega, dentro del mercado único, sería manejable (habría que ver si, para el viaje de llegar a un modelo Noruega, hacen falta las pesadas alforjas del Brexit, pero eso es otro debate). Eso sí, a medida que nos alejemos de los modelos que permiten acceder al mercado único, los costes irán aumentando: un modelo Canadá, por ejemplo, sería bastante más gravoso. Y de lo que no hay ninguna duda, digan lo que digan los acérrimos defensores del Brexit, es de que una salida de la UE sin acuerdo (un “no-deal”) sería una auténtica catástrofe.
Los que lo niegan –incluido el propio Ministro de Comercio, Liam Fox, que dice que “no sería un suicidio nacional”– demuestran una ignorancia o una maldad profundas. Vienen a decir que salir sin acuerdo significa simplemente pasar a comerciar en los términos de cualquier país perteneciente a la Organización Mundial de Comercio (OMC). Gran parte del comercio, dicen, se desarrolla en términos OMC –es decir, no preferenciales–, como el comercio de la UE con Estados Unidos, China o Australia. ¿Cuál es el problema?
Pues el problema es –como hemos explicado otras veces al hablar de la guerra comercial, o de la salida del euro– que la economía no funciona de manera simétrica. Del mismo modo que una persona divorciada con hijos no es igual que una persona soltera, un país que ha vivido 45 años integrado en Europa ha modificado estructuralmente su economía y no puede dar marcha atrás tan fácilmente. El Reino Unido no es Estados Unidos, ni China ni Australia, porque estos últimos no han integrado durante décadas toda su estructura productiva dentro de una cadena de valor europea, optimizando sus procesos productivos.
¿Qué ocurriría en caso de salida sin acuerdo? Podemos resumirlo en siete tipos de costes.
Un país pequeño –y RU lo es, comparado con EEUU, la UE o China– tiene poco margen para negociar; los pequeños no negocian, tan solo aceptan condiciones
En primer lugar, las exportaciones británicas a la Unión Europea (el 44% de las totales) quedarían sujetas al arancel general europeo aplicable a las importaciones de terceros países. Estos, en media, no son muy elevados –en torno al 5%, oscilando entre el 7% para productos de consumo y el 3-3,5% para materias primas, productos intermedios y bienes de capital– pero sí los son para productos específicos, como los agroalimentarios (también sujetos a cuotas) o determinados bienes de consumo como los automóviles –hasta casi un 20%. Esto, por supuesto, implicaría un coste considerable para las empresas, y muchas podrían optar por relocalizarse.
Pero no solo los productos finales aumentarían su precio. Como consecuencia de la integración en Europa, la mayor parte de los flujos comerciales entre el Reino Unido y la UE son ahora de productos intermedios, que cruzan múltiples veces la frontera. De hecho, el crecimiento de las exportaciones de componentes explica dos tercios del crecimiento total de las exportaciones británicas entre 2000 y 2011 (Stojanovic y Rutter, 2018). Por eso, y en segundo lugar, los aranceles y los desaduanajes encarecerían y retrasarían de forma acumulativa las distintas fases del proceso productivo. Así, el BMW fabricado en la planta de Oxford no solo sufriría un arancel del 10%, sino que vería encarecer su coste de fabricación por las múltiples piezas que atraviesan el Canal una y otra vez para modificaciones, y que en cada viaje sufrirían un arancel adicional (por poner un ejemplo, un 3,5% para el cigüeñal que se envía desde Warwickshire a Múnich para ensamblarlo en el motor que luego vuelve a Oxford). Súmenle a eso los costes y retrasos por el desaduanaje. ¿Les extraña que BMW esté considerando trasladar parte de su producción a Holanda?
En tercer lugar, el comercio británico extracomunitario también se resentiría, ya que el Reino Unido perdería el tratamiento preferencial obtenido por la UE en sus acuerdos comerciales bilaterales. Así, por ejemplo, un BMW fabricado en Reino Unido que iba a ser vendido en Japón iba a ver reducido progresivamente su arancel como consecuencia del Acuerdo de Libre Comercio entre la UE y Japón. Ahora, los japoneses preferirán importarlos de otro país europeo. Los británicos tendrían que negociar nuevos acuerdos desde cero e ir construyendo el tejado en medio de la tormenta.
Desaparición del ‘pasaporte europeo’ y otras calamidades
Quienes minimizan los efectos de una salida sin acuerdo olvidan también unos flujos comerciales de importancia creciente y cuya liberalización en el seno de la OMC ha sido muy inferior: el comercio de servicios. El motivo es lógico: las rebajas de aranceles o medidas equivalentes asociadas a mercancías son negociaciones relativamente sencillas de llevar y de cuantificar. La liberalización de servicios, sin embargo, es más complicada, porque para ellos no existen aranceles: la única forma de liberalizar su comercio es a través del reconocimiento mutuo o la homogeneización de normativas, y eso afecta directamente a la soberanía regulatoria. Por eso los avances en la OMC son mucho más lentos: no es igual de sencillo reducir a la mitad los aranceles sobre coches estadounidenses que dejar ejercer en Europa a los médicos estadounidenses.
Por eso, y en cuarto lugar, al perder acceso al mercado único, las exportaciones británicas de servicios dirigidas a la UE (el 40% de las totales) se verían dificultadas. Los impactos, lógicamente, serán distintos por regiones y sectores: serán mayores en Londres y South-East –grandes exportadores de servicios– y North-East y West-Midlands –más concentrados en servicios a la UE–, y en los sectores de distribución mayorista y automovilístico –más concentrados en la UE, a diferencia de los sectores de servicios profesionales e inmobiliario–. Las dificultades de estas empresas para seguir prestando servicios con normalidad en el resto de la UE podrían hacer que muchas trasladen su sede a otros países comunitarios. Pensemos, por ejemplo, en la desaparición del “pasaporte europeo” para los bancos con sede británica (que les permite abrir sucursales en cualquier otro país de la UE sin necesidad de autorización previa). O en aerolíneas como IAG –de quien depende Iberia–, que no podría operar en la UE al dejar de tener una mayoría de capital comunitario.
Creíamos que los británicos habían votado para ‘recuperar el control’, no para darse por satisfechos con empobrecerse y seguir vivos
En quinto lugar, la caída de las exportaciones y el traslado de empresas a otros países de la UE conllevaría en gran medida la pérdida de servicios locales incorporados en las exportaciones británicas, así como su empleo asociado. Porque se olvida a menudo que la producción y exportación de mercancías –especialmente la de productos sofisticados, como los automóviles– llevan incorporados una gran cantidad de servicios producidos localmente (lo que se conoce habitualmente como Modo 5 de exportación de servicios, camuflado en las estadísticas de bienes). Estos servicios (software, diseño, ingeniería) son cuantitativamente muy importantes: la base de datos de Comercio de Valor Añadido (TiVA) de la OCDE/OMC muestra que el 21,3% del valor de las exportaciones brutas de manufacturas del Reino Unido en 2011 son servicios producidos localmente; algunas estimaciones lo equiparan al valor de las exportaciones de servicios financieros, unos 50 millardos de libras (Borchert y Tamberi, 2018).
A todo lo anterior habría que sumar un sexto riesgo, el factor temporal: en el caso de no haber acuerdo, estos cambios tendrían lugar a partir del 30 de marzo, sin tiempo para que las empresas se preparen. Porque, recordemos, el Acuerdo de Salida permite mantener el statu quo económico (no el político) del Reino Unido en la UE durante unos años mientras se negocia el acuerdo final; pero sin Acuerdo de Salida no habrá periodo transitorio, los efectos serán inmediatos, y los bloqueos en las cadenas de producción y de importación podrían ser dramáticos –y por eso el gobierno ha acumulado medicinas y ha dispuesto la movilización del ejército–. Y un séptimo riesgo, muy importante: la enorme incertidumbre que se generará para los negocios y las inversiones. Y todo esto sin entrar en los costes en términos de pérdida de acceso a programas de cooperación educativa y científica comunitarios, o en los innumerables costes administrativos, de recreación de aduanas, etc.
No sé si el ministro de Comercio británico considera estos costes o riesgos como razonables y manejables. Desde luego, si no es un “suicidio nacional”, se le parece bastante. Coincido con él, no obstante, en que el Reino Unido “sobrevivirá”, porque a cualquier catástrofe gigantesca se sobrevive. Pero creíamos que la gente había votado para “recuperar el control”, no para darse por satisfecha con empobrecerse y seguir viva.