En medio de tantos absurdos como los que se han venido produciendo en Cataluña, y a cuenta de Cataluña, la sentencia del procés no deja de ser un acto de plena normalidad, mediante el que el Estado, a través de su Administración de Justicia, aplica la ley cuando esta se ha vulnerado. Puede que el juicio y la sentencia que acabamos de conocer sean, de hecho, uno de los pocos actos de normalidad que estamos viviendo.
Por mucho que a unos les pueda parecer el retorno a la persecución política de una dictadura y, al contrario, otros la vean como una cesión intolerable y una humillación ante el separatismo, propia de una democracia timorata, la sentencia es un verdadero éxito, porque es la reacción normal, sin aspavientos, de un sistema democrático garantista, firme y respetuoso con sus propias normas, que es lo que hace que una democracia sea tal cosa.
Nos guste más o menos, la resolución del Supremo marca el triunfo de la ley sobre todos aquellos que defienden que esta no puede estar por encima de la voluntad de los pueblos. Y sí, claro que puede. Puede y debe. Porque la ley lo que hace es, precisamente, marcar los límites de lo que nuestra voluntad puede hacer y lo que no, especialmente cuando se trata de responsables públicos, como lo eran muchos de los ahora condenados.
Pero precisamente porque el juicio es un acto de normalidad institucional es por lo que no servirá en absoluto para resolver “de una vez por todas” el problema que tienen entre sí los propios catalanes y el segmento independentista de ellos con el resto de España. El Tribunal se ha limitado a aplicar la ley pero no está entre sus funciones la de resolver los problemas que corresponden a los políticos.
Bastará con que los ciudadanos y los políticos acepten las reglas de la convivencia dentro de la ley y luego que piensen cada uno lo que quiera
Ahora nos toca a los ciudadanos y a nuestros políticos decidir: ¿qué es lo que queremos que pase en Cataluña? Todo militar sabe que es imposible vencer si no se sabe previamente en qué consiste la victoria. Pues esa es la tarea que tenemos por delante, respondernos a la pregunta: ¿qué consideraremos un buen escenario final y qué no?
En la esencia misma de todos los nacionalistas de todos los colores está pretenderse representantes únicos de la voluntad mítica de un pueblo (el volkgeist), del que excluyen al resto de ciudadanos. No cabe sorpresa alguna en ello. Pero el afán de excluir a los desafectos ha dado lugar a una sociedad catalana muy dividida y revertir esa división no será fácil, aunque tampoco imposible. Sobre todo, porque no hará falta convertir a nadie. Bastará con que los ciudadanos y los cargos públicos acepten las reglas de la convivencia dentro de la ley y luego que piensen cada uno lo que quiera.
Sería absurdo pretender que la victoria de la democracia sea que los nacionalistas vayan a dejar de serlo. Ese objetivo no se alcanzará y tampoco hay que buscarlo. Por supuesto que seguirán convencidos de ser los únicos buenos catalanes, incluso los “únicos catalanes” y continuarán con la matraca que tanto les pone pero eso será asunto suyo, que se puede discutir ideológicamente en una sociedad democrática y libre, pero que no puede prohibirse y que, desde luego, no debería copiarse. Combatir un nacionalismo excluyente mediante otro nacionalismo excluyente no solamente sería antidemocrático, sino también inútil.
Un listón muy alto
De modo que el objetivo de la democracia española y, por tanto, el éxito que traerá la victoria de la normalidad solo puede ser retornar a una Cataluña respetuosa con el conjunto de su propia ciudadanía y con la ley, pero sabiendo y aceptando desde ahora mismo que habrá un gran sector de su población que seguirá siendo independentista. Puede parecer un objetivo modesto, incluso poco épico, pero no cabe un éxito diferente. El listón no puede estar más alto que eso.
La convivencia democrática no requiere unanimidad, ni supone la desaparición de los conflictos. Estos seguirán existiendo como en cualquier democracia liberal y no habremos avanzado nada si convertimos las diferencias, inevitables dentro de una sociedad plural, en obstáculos intolerables a combatir, porque ese es el alimento principal de cualquier nacionalista y pronto volveríamos a empezar.