Los enemigos de la democracia se presentan siempre como sus perfeccionadores. Postulan un amplio Estado social, la “devolución” del poder al “pueblo”, o que gobierne la nación o la raza superior. En el caso de Cataluña, son los supremacistas del nacionalismo los que, en aras de un supuesto paso en el camino de la democracia, quieren acabar con ella.
La debilidad de la democracia es su misma preciosa virtud: la canalización del disenso, la posibilidad cierta de cambiar cosas, incluido lo político, las bases de la convivencia, siempre y cuando se haga dentro de la legalidad. En democracia es la Ley la única que otorga legitimidad. Las otras legitimidades, aquellas que invocan los enemigos, son solo recursos retóricos para enmascarar actos de fuerza, violaciones de la democracia o golpes de Estado.
La paradoja de las democracias occidentales es justamente esa: que quienes quieren derribarla y sustituirla por alguna forma autoritaria se arropan en un lenguaje que hace creer que sus reivindicaciones son legítimas
La paradoja de las democracias occidentales es justamente esa: que quienes quieren derribarla y sustituirla por alguna forma autoritaria se arropan en un lenguaje que hace creer que sus reivindicaciones son legítimas. Mientras, las instituciones del régimen democrático parecen inmovilistas, reaccionarias, deseosas de iniciar la represión. Porque el enemigo de la democracia siempre ha sido victimista, tanto el fascismo como el comunismo –valga la redundancia- y, por supuesto, cualquiera de los nacionalismos tardíos, entre los cuales se encuentra el catalán.
Esos nacionalismos, como el que pretende imponer un régimen autoritario en Cataluña, no es hijo de la Ilustración ni de la Revolución Francesa. No pasaron por el catalanismo las revoluciones liberales y nacionalistas de 1830 y 1848. Se construyó a finales del XIX, cuando los ideales nacionales se forjaban sobre el darwinismo, el biologismo político y el tradicionalismo más rancio . A un nacionalista de 1848 no le importaba la cadena de apellidos de un político o un vecino; a los que vinieron luego, a los que sufrimos hoy, sí. Llegaron tarde. Ya no eran nacionalistas que querían un Estado liberal y democrático, sino supremacistas que creían en la superioridad natural de su raza.
Cuando esos nacionalistas tardíos, como los catalanistas, han llegado al poder, la democracia ha ido poco a poco menguando
Cuando esos nacionalistas tardíos, como los catalanistas, han llegado al poder, la democracia ha ido poco a poco menguando. Primero, debían expulsar todo aquello que fuera “inferior”; es decir, que no fuera “propio”. Eso incluía instituciones, costumbres y personas. En esa circunstancia, la presión social desde el sistema, con la complicidad de los adeptos, se hace insoportable. La Gestapo fue muy eficaz con 3.000 hombres gracias a que la sociedad nacionalsocialista era su colaboradora. Así muere la diversidad que contamina el “ser colectivo superior” o que impide su unidad de destino en lo universal.
Por eso la democracia se fue perdiendo en Cataluña. La igualdad de condiciones para hacer vida social en el territorio no ha existido, y menos para hacer política. El Estado de las Autonomías se creó para dar satisfacción a nacionalistas tardíos, supremacistas, que usaron las instituciones para forjar una comunidad homogénea. La educación y los medios debían ser coreografía norcoreana puesta al servicio de “la causa”. El gobierno nacionalista, a modo goebbeliano, se convirtió en algo omnipresente y omnipotente, paternalista y tiránico, constructor de una red clientelar y otra de castigo.
Era cuestión de tiempo que ese Estado fallido, el de las Autonomías, llegara a este punto final: al golpe para conseguir la independencia de un Estado en el que no quisieron estar nunca. Pero la culpa no es solo de los supremacistas.
El fracaso institucional y de los partidos ha sido de libro
El fracaso institucional y de los partidos ha sido de libro. Al PSOE de Pedro Sánchez solo se ocurre el plurinacionalismo y la federación , pero no sabe qué es una cosa ni otra, y mucho menos articularlo. El PP parece el partido de la resistencia, dando la mala impresión de ser el único guardián de una Constitución a la que el populismo socialista y el nacionalismo han despreciado, socavado e intentado deslegitimar. Por otro lado, Podemos es la nefanda resurrección del leninismo, enarbolando el principio de autodeterminación de los pueblos como instrumento para desestabilizar sociedades capitalistas y demoler sus Estados.
A esto se añade que Ciudadanos ya no es el partido que presentaba cara en Cataluña. La muestra es que la famosa entrada de Facebook que deseaba la violación colectiva de Inés Arrimadas la han presentado como una muestra de “machismo”, no como la prueba de la cosificación y persecución violenta constante sufrida por los disidentes a manos del nacionalismo supremacista.
Aquí se creyó que la democracia, o el tranquilo Estado de Partidos que permitía una batería muy digna de libertades, era eterno y definitivo
No podemos olvidar en este trance el papel de todos, el de la sociedad entera. Aquí se creyó que la democracia, o el tranquilo Estado de Partidos que permitía una batería muy digna de libertades, era eterno y definitivo. La respuesta al vodevil del 23-F lo demostraba. Pero las costumbres públicas democráticas no arraigaron lo suficiente, y siguieron existiendo bolsas de población que consideraban bueno el sacrificar su libertad a cambio de un Poder protector.
Chaves Nogales fue testigo de cómo los franceses peleaban en el París del 14 de junio de 1940. Sí; peleaban para coger sitio en los bulevares y no perderse el desfile de las tropas nacionalsocialistas. Los españoles hemos contemplado durante décadas cómo el supremacismo se instalaba en las instituciones catalanes, se armaba, desmenuzaba la democracia, desterraba a los disidentes, convertía en héroes a los resistentes al nacionalismo obligatorio. Ahora, tan débiles como sorprendidos, nos damos codazos para no perdernos el paso de la oca, aún sin digerir el espectáculo de ver cómo se termina una democracia.