Opinión

Todo el poder para Xi Jinping

Su visión de un hombre, un partido y un Estado con un objetivo común no puede permitirse las debilidades y concesiones del pasado.

  • Presidente de la República Popular China, Xi Jinping

En la sesión de clausura del XX Congreso del Partido Comunista Chino el secretario general Xi Jinping anunció entre aplausos de los más de dos mil compromisarios que asistían entusiasmados en el Gran Salón del Pueblo que el congreso había sido un éxito. Y ciertamente lo fue, pero solo para una persona: el propio Xi Jinping, que salió de él convertido en el nuevo Mao Zedong. Xi Jinping no quiere establecer comparaciones con el fundador de la república popular porque, aunque su retrato cuelga de la puerta de Tiananmen, su figura sigue siendo controvertida. Es el padre de comunismo chino sí, pero también el responsable de desastres que nadie quiere recordar como el gran salto adelante o la revolución cultural que vinieron acompañados de formidables purgas internas y millones de muertos, muchos de ellos dentro del propio partido.

Xi Jinping no es, por lo tanto, una reencarnación de Mao tal y como a veces se afirma, de hecho, rara vez se refiere a él en los discursos. Xi no guarda buenos recuerdos personales del maoísmo. Su padre, un alto cargo del partido en los años 50, fue purgado y encarcelado durante la revolución cultural y pasó varios años en arresto domiciliario. En esos años Xi Jinping se esforzó en ser un militante ejemplar para que le perdonasen los pecados paternos. La nueva China llegó siendo Xi Jinping muy joven, tenía sólo 23 años cuando murió Mao y 25 cuando dieron comienzo las grandes reformas económicas. En aquel momento se produjo un cambio sustancial. Si en la China de Mao todo orbitaba en torno a la idea de la revolución, en la que vino tras él la idea central era la de la modernización.

Xi Jinping es un creyente fervoroso en la modernización, que, en cierto sentido, es la obsesión de las élites chinas desde la segunda mitad del siglo XIX cuando, tras la humillación de las guerras del opio y sus tratados desiguales, el otrora poderoso imperio chino se vio subyugado por las potencias occidentales, especialmente por el Reino Unido, que le arrebató incluso porciones de su territorio. El imperio de la dinastía Quing trató de modernizarse sin mucho éxito porque sus estructuras internas lo impedían. Con la república, proclamada en 1912, se volvió sobre la misma idea hasta que estalló la guerra civil, continuada poco después por la invasión japonesa. El programa de modernización maoísta consistía en replicar lo que habían hecho en la Unión Soviética, pero eso no consiguió más que empobrecer aún más al país, que en los años 70 tenía una de las rentas per cápita más bajas del mundo.

Deng Xiaoping hablaba de cuatro modernizaciones que China, un país extremadamente atrasado, debía acometer de cara al siglo XXI: la industrial, la agrícola, la militar y la científica

Desde 1978 la modernización en China es la que estableció Deng Xiaoping abriendo la economía china al mundo y adoptando muchas soluciones de mercado como la propiedad privada y el libre comercio, aunque sin tocar una coma del sistema político de partido único. Deng Xiaoping hablaba de cuatro modernizaciones que China, un país extremadamente atrasado, debía acometer de cara al siglo XXI: la industrial, la agrícola, la militar y la científica. Esas modernizaciones se harían con herramientas típicamente capitalistas dejando al partido como un simple director de orquesta. A lo largo de la década de los 80 esos planes se fueron concretando en metas bien definidas como impulsar el crecimiento del PIB para que la prosperidad alcanzase a las capas más humildes de la sociedad. En los sucesivos congresos del partido se han ido afinando los objetivos, pero todo ha pasado por el crecimiento. En el penúltimo, el decimonoveno, celebrado en 2017, Xi Jinping se atrevió incluso a poner fecha a la culminación de esa modernización, el año 2035, para entonces no sólo se habrá incorporado al primer mundo, sino que lo habrá hecho por la puerta grande convirtiéndose de paso en el país más poderoso del planeta por encima de Estados Unidos. En ese momento la mayor parte de chinos gozarán de una renta similar a la de los países occidentales, su influencia se dejará sentir en todo el mundo y, desde el punto de vista militar, el ejército chino podrá mirarse cara a cara con el de EEUU y sus aliados.

Fuera no podrán imponer el relato del partido, pero es indudable que, mucho antes de que llegue 2035, China ya se ha transformado en la segunda potencia mundial alterando drásticamente el equilibrio geopolítico del final de la Guerra Fría

No sabemos si lo conseguirán o no dado que el plan es extremadamente ambicioso. De puertas adentro la propaganda se encargará de convencer a los chinos que así ha sido. Fuera no podrán imponer el relato del partido, pero es indudable que, mucho antes de que llegue 2035, China ya se ha transformado en la segunda potencia mundial alterando drásticamente el equilibrio geopolítico del final de la Guerra Fría. En el apartado económico el peso de China es tal que lo que pase allí incide directamente en toda la economía mundial, aunque aún están lejos de igualar el PIB y el dinamismo empresarial del bloque occidental.

La cuestión es qué pasará una vez el régimen chino haya dado por formalmente concluida la modernización. ¿En qué concentrará sus esfuerzos el partido para justificar la existencia de la república popular? Es una incógnita. Entretanto Xi Jinping, que pretende alcanzar esa fecha el poder (para entonces tendrá 82 años, los mismos que tenía Mao Zedong en el momento de su muerte), no hace más que reafirmar la idea de que sólo se podrá culminar el proceso gracias a un líder providencial y todopoderoso que guíe al partido y al país hasta que China alcance las metas impuestas por el propio partido.

Los chinos no han olvidado las privaciones del pasado y creen que el bienestar se debe a los sabios hombres del partido que supieron imprimir un nuevo rumbo a la revolución

De ahí la obsesión de Xi Jinping con el caudillaje, algo que se abandonó en los años 70 por los peligros que entrañaba para el partido. Pero la China de hoy no es la de 1978. El país es mucho más rico, los chinos no han olvidado las privaciones del pasado y creen que el bienestar se debe a los sabios hombres del partido que supieron imprimir un nuevo rumbo a la revolución franqueándoles las puertas de la sociedad de consumo. El chino de a pie suele ignorar el mundo exterior, su relación con Occidente es muy superficial. Por lo poco que conoce de él admira su desarrollo económico, pero no puede envidiar las libertades que nunca ha conocido y que el partido insiste en que son perjudiciales porque fracturan la sociedad y crean inestabilidad.

Si el partido es necesario para que China siga existiendo, parece lógico que ese partido se personifique en un líder carismático con mano de hierro, una suerte de tirano benévolo que se preocupe por el pueblo. Del resto ya se encarga la omnipresente propaganda que habla de conceptos un tanto abstrusos como las cuatro conciencias o las dos salvaguardas, artefactos creados por el régimen para apuntalar la figura de Xi Jinping y cuyo fin es blindar en el poder a Xi Jinping, algo que hasta la fecha ha conseguido sin que dentro del partido nadie se haya atrevido a cuestionarle.

Todas las reformas a la constitución que se han ido haciendo a lo largo de los últimos años han ido dirigidas a convertir el Partido Comunista chino en un partido personal. Todo ha de pasar por él y todos los niveles del partido le son leales. Así cobra sentido la innecesaria humillación a Hu Jintao durante la clausura del congreso ya que enviaba a los compromisarios el mensaje inequívoco de que Xi Jinping es el único líder y nadie, ni siquiera sus predecesores en el cargo, están a su nivel. Lo de Hu Jintao ha sido la traca de fin de fiesta. Antes de eso depuró a fondo el partido aprovechándose de que en mayor o menor medida todos estaban salpicados por algún caso de corrupción. Los que han sobrevivido lo han hecho gracias a una acreditada fidelidad al líder que, en la mayor parte de los casos, es quien les ha puesto ahí.

El sistema de liderazgo colectivo permitía enmendar algunos errores, se autocorregía sobre la marcha y evitaba que se acumulase demasiado poder en una sola persona

Convertir al partido en una extensión de una sola persona facilita mucho la labor de los observadores externos. Hasta Xi Jinping era francamente complicado seguir las evoluciones de la política interna en China porque eran muchas las familias que compartían las diferentes parcelas de poder. Esas familias se aliaban o se enfrentaban siempre con la máxima discreción, pero con resultados visibles a corto plazo. Ahora sólo es necesario seguir y entender a una sola persona. Lo que para los observadores es una ventaja indiscutible quizá no lo sea tanto para el partido. El sistema de liderazgo colectivo permitía enmendar algunos errores, se autocorregía sobre la marcha y evitaba que se acumulase demasiado poder en una sola persona.

Cabría preguntarse cómo se habría gestionado en China la pandemia con otro presidente. No lo sabremos porque no ha sucedido, pero es probable que Hu Jintao o Jiang Zemin hubiesen adoptado otro enfoque menos maximalista. La política de secretismo extremo primero y de covid cero después no sólo ha dejado el prestigio exterior de China por los suelos, sino que ha supuesto un coste inmenso para su economía. El gasto de los consumidores se ha hundido a causa de los continuos confinamientos y las restricciones draconianas impuestas por el Gobierno. El mercado inmobiliario está en crisis y el desempleo juvenil se ha ido al 20%. El crecimiento económico ya no es el que era. China que durante la primera década del siglo crecía a ritmos superiores al 10% y en ocasiones al 12% ha registrado crecimientos inferiores al 8% desde que Xi Jinping está en el poder.

En la última semana, coincidiendo con el congreso del partido y la elevación a los altares de Xi Jinping, inversores de todo el mundo han empezado a vender de forma masiva sus acciones en empresas chinas

En el exterior ya no se percibe a China como una potencia en ascenso, pero esencialmente pacífica. Europeos y estadounidenses miran con desconfianza al país y se replantean las inversiones allí. No es Eldorado de otros tiempos, sino un campo de minas un tanto imprevisible. En la última semana, coincidiendo con el congreso del partido y la elevación a los altares de Xi Jinping, inversores de todo el mundo han empezado a vender de forma masiva sus acciones en empresas chinas. No tanto por su preocupación por la inexistente democracia en China, sino porque esta concentración de poder en una sola persona perjudica a la economía. Xi Jinping se ha rodeado de leales, pero los más leales no son siempre los más capaces. Su visión es, además, mucho más estatista que la de sus predecesores. Lejos de querer acabar con las ineficientes y corruptas empresas estatales pretende reforzarlas. los inversores temen nuevos impuestos sobre el patrimonio o las rentas de capital y hay un ambiente mucho más enrarecido para hacer negocios que el que se respiraba en China hace diez años.

Para Xi Jinping eso no es un problema. Está persuadido de que China ya es lo suficientemente rica y poderosa como para soportar algo así. El mercado interior es grande y los años de expansión han dejado muchas reservas. Su visión de un hombre, un partido y un Estado con un objetivo común no puede permitirse las debilidades y concesiones del pasado.

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