En el calor de las acampadas del 15-M surgió el indignado eslogan “No nos representan”. Hoy, en plena segunda ola de la pandemia, con seiscientos mil contagiados y cincuenta mil muertos a nuestras espaldas y un futuro sombrío de enfermedad y pobreza ante nosotros, el grito que se empieza a oír es “No nos sirven”. Existe un acuerdo general entre la población española sobre el hecho lamentable de que estamos enfrentando la peor crisis sanitaria y económica desde la Guerra Civil con la clase política más inepta desde ese mismo período.
Basten unos pocos ejemplos: el primer portavoz parlamentario del PSOE fue Gregorio Peces Barba, el cabeza de filas comunista de finales de los setenta era Santiago Carrillo, en el primer Gobierno de Adolfo Suárez figuraban Leopoldo Calvo-Sotelo o Marcelino Oreja y en la Alianza Popular de aquellos tiempos destacaban cerebros de la talla de Cruz Martínez Esteruelas o Gonzalo Fernández de la Mora. La mera comparación de aquellos hombres públicos, de su vasta cultura, su estatura intelectual, su patriotismo, su densidad humana y ética, con el tropel de chisgarabís que hoy puebla el Congreso de los Diputados, produce consternación y rubor ajeno. Además, cuando surge una excepción a tanta mediocridad es rápidamente purgada, no sea que su brillantez, elocuencia y coherencia perturben la grisura imperante.
Desde que se abatió sobre nuestra desdichada Nación la maldita peste que nos está hundiendo en la desesperanza, el abatimiento y la ruina, quedó patente que nuestros políticos no estaban en absoluto a la altura que requería semejante desafío. La lista de imprevisiones, errores, mentiras y vacilaciones de nuestros gobernantes a lo largo de los últimos siete meses despierta incredulidad a la vez que indignación y la miserable supeditación del interés general de los ciudadanos a los intereses partidistas ha alcanzado cotas escandalosas. Los últimos episodios de este culebrón de impericias y bajezas han llevado a los madrileños hasta el borde de lo que están dispuestos a tolerar. El espectáculo bochornoso de dos Administraciones, la central y la autonómica, enfrentadas y a la greña, con ruedas de prensa contraprogramadas por parte del ministerio de Sanidad y la imposición totalitaria y arbitraria del estado de alarma a la comunidad capitalina de manera nocturna y alevosa, son realmente el signo de que el Estado se desmorona a manos de aquellos que debieran preservarlo.
Nuestros políticos están entrenados física y mentalmente para sortear con agilidad los puñales en los pasillos de la sede de su formación, para intrigar sin descanso, para adular sin pudor al jefe y para bracear para ser trending topic durante unos minutos en las redes, pero no para la lectura sosegada de las obras del canon occidental, el estudio riguroso de los problemas que deben resolver y la capacidad de cooperar con las restantes fuerzas del Hemiciclo cuando una amenaza existencial gravita sobre el conjunto. La pregunta pertinente es cómo hemos caído tan bajo, cuál ha sido el proceso que nos ha llevado desde los gigantes que hicieron la Transición a los pigmeos que pugnan por desmontarla.
La total desvinculación de representantes y representados y un tipo de concejal o diputado apto para la obediencia servil y el peloteo del superior jerárquico, carente con frecuencia de ideas propias
Las razones de tal degradación son varias y no es difícil identificarlas. Como telón de fondo, tenemos el descenso continuo de la calidad del sistema educativo, en el que el esfuerzo, la disciplina, el rigor, el reconocimiento del mérito, el ámbito nacional y la adaptación de los itinerarios a las características de cada alumno han sido reemplazados por el igualitarismo, la inclusividad, la permisividad, el adoctrinamiento y la fragmentación. Este progresivo deterioro explica las peripecias académicas de los líderes de los dos principales partidos, que en unos cuantos Estados Miembros de la Unión Europea les hubiera invalidado para la política de forma inapelable.
No hay duda de que las listas cerradas y bloqueadas confeccionadas por la cúpula de la organización, el sistema proporcional y las circunscripciones de elevada demografía producen un doble efecto, la total desvinculación de representantes y representados y un tipo de concejal o diputado apto para la obediencia servil y el peloteo del superior jerárquico, carente con frecuencia de ideas propias y dependiente de su escaño para vivir. La financiación pública de los partidos y su muy deficiente democracia interna son el remate de un sistema que hace que la probabilidad de que los peores lleguen arriba es claramente superior a la de que sobresalgan los mejores. Con el transcurso del tiempo, esta estadística perversa nos ha transportado de un Parlamento trufado de personalidades notables a un guirigay repleto de ceros a la izquierda.
El dogal del aparato
Estos graves defectos estructurales de nuestro edifico institucional no se pueden corregir con simples retoques cosméticos. Así, la introducción de primarias no ha evitado el caudillismo ni el férreo dogal del aparato que ahogan el dinamismo del debate interno o la limpia competición por el liderazgo. Habría que proceder en este ámbito a una reforma constitucional porque nuestra Ley Fundamental consagra la provincia como circunscripción electoral y el método proporcional para la asignación de poltronas. En cuanto a su artículo seis, es de tal imprecisión que permite los mayores abusos a dirigentes inescrupulosos. Convendría concretar determinados principios de funcionamiento de los partidos -periodicidad de los congresos, elección de cargos, separación de la parte orgánica del grupo parlamentario, participación de las bases, transparencia y rendición de cuentas- que garantizasen su eficacia y su probidad.
La pandemia ha desnudado a nuestras elites políticas poniendo de relieve que no responden en absoluto a lo que la sociedad española espera de ellas y tiene derecho a exigirles: honradez, sensatez, competencia, sentido de Estado y dedicación. Una vez más nos encontramos con una verdad incómoda que algunos hemos venido señalando desde hace mucho tiempo: la obra de la Transición fue muy meritoria, pero ha sonado la hora de su revisión, prudente, pero profunda. No se trata, por supuesto, de enfoques adánicos de corte revolucionario que sólo contribuirían a perder lo que tanto nos ha costado conseguir y a sumirnos en el fracaso y en el caos, sino de una serie de reformas bien pensadas, basadas en la experiencia de estas últimas cuatro décadas y en un examen desapasionado de nuestra historia contemporánea. Si seguimos aplazando esta indispensable tarea, no nos libraremos de transitar de sobresalto en sobresalto, de crisis en crisis y de recesión en recesión, con el puente de mando inevitablemente ocupado por desaprensivos e inútiles.