Opinión

El último empresario de la Transición

El último o uno de los últimos. Uno de esos personajes singulares que poblaron los años de la Transición, gente con criterio, con carácter, con nervio y en muchos casos con sabiduría, de la empresarial-financiera y de la otra, tipos -me vienen ahora a

  • El expresidente de Telefónica, César Alierta, en una presentación de resultados en 2016 -

El último o uno de los últimos. Uno de esos personajes singulares que poblaron los años de la Transición, gente con criterio, con carácter, con nervio y en muchos casos con sabiduría, de la empresarial-financiera y de la otra, tipos -me vienen ahora a la cabeza nombres como el de Pedro Toledo, José Ángel Sánchez-Asiaín, Ángel Galíndez, Luis Valls-Taberner, Jesús Polanco, Isidoro Álvarez, Emilio Botín, Alfonso Escámez, el propio José María Cuevas y tantos otros- especiales que dejaron impronta, gente que se ha ido, que se está yendo y que parece –salvo muy contadas excepciones- no encontrar reemplazo en esta España asolada por la mediocridad más espantosa. A esa larga lista se unió ayer César Alierta, un hombre de la transición con sus virtudes y defectos, un tipo muy inteligente, que no brillante, que representó como pocos el espíritu de reconciliación que se abrió a la muerte de Franco. Francamente emparentado con la derecha política, en particular con los Gobiernos Aznar, Alierta no renunció nunca a la convivencia, el diálogo, incluso la amistad con los Gobiernos socialistas con los que le tocó vivir, particularmente con los de Felipe González. Un hombre de consenso, como tantos otros, consenso y concordia, esas virtudes que Zapatero empezó a echar por la borda y que el malvado que hoy nos preside ha llevado al paroxismo casi del enfrentamiento civil.

Un hombre con una triple dimensión: empresarial, política y humana, también la humana, inevitablemente la humana, como quizá el elemento definitorio del recorrido vital de quien durante años fue el empresario español más importante como presidente de Telefónica, también durante años la mayor multinacional española y en sí misma casi un Estado dentro del Estado. Lo humano. Desde una perspectiva estrictamente personal, la vida de este empresario estuvo en su madurez entregada al cuidado meticuloso de su mujer, Ana Placer, fallecida en abril de 2015, un acontecimiento que marcó un antes y un después en el acontecer de este aragonés recio, con una forma un tanto peculiar de expresarse. Porque Ana era su vida, su auténtica pasión, el centro de su universo. La entrega, la dedicación, la delicadeza que este hombre poderoso desplegaba en el cuidado de su mujer enferma rozaba lo conmovedor.

Un hombre con una triple dimensión: empresarial, política y humana, también la humana, como quizá el elemento definitorio del recorrido vital de quien durante años fue el empresario español más importante como presidente de Telefónica

Lo humano. Hombre poco dado a ese despliegue de pompas y vanidades de que hicieron gala tantos empresarios del "boom", particularmente ese gran empresariado madrileño acostumbrado a los casoplones en los Montes de Toledo, las grandes cacerías, los barcos de recreo, los aviones privados y las mujeres deslumbrantes. Generoso hasta lo exagerado, la fidelidad con la que cuidaba a sus amigos rozaba lo extraordinario, incluso a aquellos caídos en desgracia. Cuando Rodrigo Rato, exvicepresidente del Gobierno Aznar, volvió del FMI con el rabo entre las piernas, acudió a pedirle ayuda. Había que darle un cargo acorde con sus merecimientos. El telefónico planteó la cuestión a su equipo de asesores:

-Eso es malo para él, malo para ti y malo para la casa –le dijeron.

Apenas un mes después, enero de 2013, Alierta nombraba a Rato miembro de un tal "Consejo Asesor para Latinoamérica y Europa". Ocurrió que a un Rato Figaredo aquello debió de parecerle poca cosa, de modo que en un santiamén sumó a la prebenda de Telefónica una segunda en Santander, una tercera en Caixa y hasta una cuarta en Lazard. Tan poco dispuesto estaba a renegar de sus amigos que cuando Rato fue a dar con sus huesos en la cárcel, él fue uno de los pocos que se atrevieron a visitarlo en Soto del Real. Sentido de la amistad y la conciencia de estar en la cúspide de una empresa como Telefónica, como se ha dicho casi un Estado dentro del Estado, una gran casa de Socorro desde la que se ayudó a mucha gente que no siempre lo merecía y que está en el origen de no pocos de los errores cometidos por el finado. La Casa Real, por ejemplo. Conocida su estrecha relación con Juan Carlos I –Alierta y Botín fueron los dos únicos empresarios a los que el monarca adelantó su intención de abdicar en junio de 2014-, Telefónica se convirtió en Dios y Ayuda del palacio de la Zarzuela para todo tipo de acciones y operaciones, desde colocar al yerno, Iñaki Urdangarin, en las oficinas de la multinacional en Nueva York, a correr con gastos y caprichos reales no siempre justificados.

De información sobre la dimensión empresarial de César Alierta vienen hoy repletos los medios de comunicación españoles. Su licenciatura en Derecho por Zaragoza, su MBA por Columbia, su paso por el Urquijo, Beta Capital y Tabacalera, como hitos descollantes, antes de aterrizar en Telefónica, empresa cuya expansión internacional promovió y que llegó a capitalizar bajo su mandato los 81.000 millones de euros. Atendido, cuidado, tratado con auténtico mimo por sus hermanas y el resto de la familia zaragozana desde la muerte de su mujer, Alierta siguió en el último tramo de su presidencia dedicando sus esfuerzos a la gestión de una compañía fuertemente endeudada y cuyo horizonte se empezaba a nublar peligrosamente. Gestionando y tratando de otear el futuro de un negocio maduro que se ha vuelto terriblemente complejo ante el avance avasallador de los reyes de las nuevas tecnologías de la comunicación, los Google, Apple, Microsoft, Facebook y demás. En contacto directo con los presidentes de la CE (Prodi, Durao Barroso, Juncker) para convencerles de la necesidad de defender la Unión del asalto inmisericorde de los GAFA. Con escaso éxito, para desgracia de la Unión.

Un español dispuesto a usar la palanca de su poder en beneficio de la unidad de España, del progreso material de España y del bienestar colectivo de los españoles

Es la dimensión política de Alierta, un hombre siempre concernido por España y el futuro de este mediocre y a la vez brillante, este generoso y al tiempo cainita, país que es España. Es quizá su faceta más llamativa, la diferencia abisal que le separó siempre de ese empresariado madrileño de vuelo corto preocupado con labrarse un acceso al Gobierno de turno para sacar provecho del Gobierno de turno. En efecto, entre las luces y sombras de un hombre demasiado humano, destaca con luz propia su condición de patriota. Un español dispuesto a usar la palanca de su poder en beneficio de la unidad de España, del progreso material de España y del bienestar colectivo de los españoles. En el "debe" de este relato, su condición de salvador de un grupo Prisa que lleva quebrado desde 2008 y cuyo papel en la destrucción de los valores de la transición, como principal sostén del canalla Sánchez, está siendo determinante. No se entendería la presencia de ese extraño personaje llamado Joseph Oughourlian en la presidencia de Prisa sin la participación activa en el episodio de Telefónica y su presidente.

Gente muy próxima a él solía reconvenirle, pero César, ¿por qué te metes en tantos fregados? ¿Por qué no dejas ese Consejo Empresarial de la Competitividad? ¿Es que no tienes suficiente con lo tuyo? ¿No te da bastantes preocupaciones Telefónica? Algún día se contarán los esfuerzos por él desplegados tratando de convencer a Mariano Rajoy, por ejemplo, de la necesidad no solo de abordar las reformas económicas que la crisis estaba demandando, sino, lo que es más llamativo, las reformas políticas, incluso la reforma de la Constitución de 1978, que tantos españoles llevan tiempo reclamando. Con escaso éxito, como es obvio, porque el estafermo solo estaba preparado para la siesta. Entre sus iniciativas, siempre lejos de los focos, se encuentran también no pocas relativas al problema planteado en Cataluña por el nacionalismo separatista, con la unidad de España y la unidad de mercado como las caras de una misma moneda, tarea en la que gozó siempre del apoyo de otro hombre sorprendente en esta faceta, de un hombre como Emilio Botín, dispuesto ambos a trabajar hombro con hombro en multitud de episodios que hoy permanecen en la sombra. Emilio Botín, César Alierta e Isidro Fainé, tercero en discordia de un trío muy notable y hoy último testigo de una generación que dice adiós.

La muerte de Alierta tiene, por ello, un enorme peso simbólico. Representa la materialización del cambio en la cúpula de las grandes empresas, el relevo de una generación de empresarios cuyo reemplazo no va a ser fácil, no está siendo fácil, no lo ha sido, tanto en la gran empresa como en la gran política, porque el material humano del que ahora disponemos luce muchos menos quilates que el que se va. Es el fin de una época y la confirmación, que no el comienzo, de otra que sabemos cargada de amenazas para la convivencia entre españoles. En marzo de 2013, el Consejo Empresarial para la Competitividad, aquel poderoso lobby surgido al calor de la crisis de 2008, se vistió de largo para presentar en sociedad su tercer informe ("España, un país de oportunidades") sobre las perspectivas de una economía dispuesta a volver a tasas de crecimiento en el curso del tercer trimestre de aquel año. César Alierta, convertido en un embajador del optimismo allí donde sólo parecía haber lugar para el pesimismo más acendrado, aseguró que "a nuestro país ya sólo le queda un trimestre negativo para tornar al crecimiento. Es hora de mirar el futuro con optimismo y reafirmar que España es claramente un gran país cargado de oportunidades. Es un mensaje de esperanza realista: la crisis acaba y el esfuerzo de la población se va a ver recompensado". Es quizá el mensaje de futuro que nos lega un hombre que jamás abdicó del optimismo. Descanse en paz César Alierta Izuel.

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