En principio fue el silencio. Nosotros crecimos en el silencio. Lo que no se debía preguntar, lo que no se podía decir, lo que no necesitábamos saber. El miedo llegó luego, cuando fuimos descubriendo a qué debíamos el que no cupiera preguntar ni decir ni saber. Y cada cual fue afrontando el miedo a su manera; haciendo como si no fuera consciente de él o enfrentándose a los motivos que lo provocaban. Así hasta llegar acá. Es verdad que transcurrieron muchas décadas y que cada uno tiene una manera de abordarlas, incluso rechazando que existiera el silencio y el miedo, pero da lo mismo porque todos estamos ante la misma situación. El tiempo amenaza tormenta e introduce en nuestras vidas la inseguridad; nadie sabe cuánto va a durar ni su volumen y menos las secuelas. Notamos la tormenta que se avecina y con eso basta.
Ojalá se tratara del consabido cambio generacional, esa renovación de lo que ha ido envejeciendo y hay que empujar para cambiarlo. Sabemos lo suficiente del pasado para entender que afrontamos algo nuevo, que no es una renovación de las generaciones donde lo nuevo arrumba a lo viejo, sino algo que va más allá porque lo que cambia es la época. Estamos inmersos en otra época en la que apenas empezamos y sólo somos conscientes de algo tan obvio como que lo pasado no volverá, ni falta que hace, pero no tenemos más que indicios de lo que está llegando; eso que nos tiene inquietos y acoquinados. Que más del 40% de los jóvenes de este país estén en el paro o en la precariedad más absoluta quizá se vivió en tiempos pasados y entonces se palpaba el malestar y surgían las revueltas, lo que la historia denomina revoluciones, pero que se viva ese 40% como si fuera otra epidemia resulta insólito.
Ha ido desapareciendo del horizonte la antaño temida clase obrera. Se disolvió en la inanidad de quienes tienen un trabajo fijo, por más inseguro que sea, y aún mantiene esos iconos que se conservan como los museos de provincias, los sindicatos; una subvención, ordenanzas para vigilar las salas y un lugar para citarse cuando llueve. Instituciones para la conservación de la especie, con un lema pedestre muy recurrido “virgencita, que me quede como estoy”.
El precariado sobrevive con lo puesto porque si tuviera alguna institución dejarían de ser precarios y se convertirían en una amenaza. De momento no son más que algo inquietante a los que se dedica más palabras que soluciones. Ya el PSOE se hizo con el poder en 1982 con la promesa de 800 mil puestos de trabajo y de entonces acá todos los cálculos fallaron y los optimistas -para gobernar hay que ser optimista; va incluido en el cargo y en el presupuesto- apelan a los imponderables, o lo que es lo mismo, al mercado, que por cierto es de lo más ponderable del mundo.
Pocas diferencias
¿En qué se diferencia en la España de hoy un gobierno de izquierdas a uno de derechas? En los amigos. Por más que busco argumentos no los encuentro fuera de los lenguajes, tan similares. Cuando escuchamos a un funcionario decir que es de izquierdas o incluso marxista o comunista, que también lo he oído, tiene el mismo valor que decir que “son del Betis”; un recurso semántico que quizá dé tranquilidad mental y que no tiene nada que ver ni con el fútbol ni con el compromiso personal ni menos aún con la política. Es una manera de paliar la obviedad de estar empleado en el estado y por el estado. Quizá eso ayude a entender la cantidad de profesores que proliferan en los grupos políticos de izquierda. La derecha no necesita haber leído a Freud: son lo que son y punto. Lo tienen muy asumido.
¡Cuántas discusiones escolásticas gastó mi generación en esa época ya derrumbada sobre la “democracia burguesa” y la “democracia real”! Al que sacara ese tema del baúl de los recuerdos le atribuirían como mínimo una esquizofrenia. Sin saberlo éramos retoños desplazados del siglo XIX, restos de naufragios sucesivos. No hay otra democracia que la que habitamos y las derivas populistas son una impostura de eficacia retórica, desde Lenin a Perón y Evita, permítanme el temerario comparativo, que obliga a la fe en los líderes. Algo que exige tragaderas exentas de matices; o crees o no crees, porque la democracia está de más.
No reparamos en que las películas de gánsters de antaño eran un género ubicado en la Norteamérica de la depresión, que luego se fue extendiendo, pero que siempre caía lejos. Un filón cinematográfico y un negocio para paletos pasmados ante la pantalla. Hoy la delincuencia autóctona tiene una entidad pobre como género pero muy rica en ejemplares. Lo “negro” está de moda en la novela, las series y hasta el periodismo en trance de dilución, y es lógico porque resulta una evidencia de la vida cotidiana. Nos es familiar. Vivimos en una sociedad donde la delincuencia es una actividad mercantil de primer orden y aunque nada nos dote de seguridad, y menos aún el estado, ahora como antaño nos agrada verlo en imágenes que están tomadas de nuestras calles y los amigos de infancia metidos a traficantes.
Vivir en un mundo sin esperanzas de futuro no es óbice para que se abran multitud de salidas. Pero es la primera vez en siglos que no aparece ninguna colectiva, todas son individuales por más que se enmascaren de plurales retóricos. Por eso cuenta tanto la iniciativa, que es la nueva forma del talento. Ser un majadero no impide tener iniciativas, incluso en muchos casos las fomenta, por eso los tribunales no dan abasto, porque la linde entre engañar y prometer no se queda solo en el ámbito de la política, sino que impregna la vida social.
Ahí tienen a Jaume Giró, recién nombrado ministro-consejero del gobierno de la Generalitat para la Economía y la Hacienda; nada de lo que ha hecho en su vida profesional este periodista infatuado en los negocios -Gas Natural, Repsol, la Caixa, el Barça- parecía ilegal y sin embargo nada fue decente. Compró o alquiló a plumillas de pájaro y de pavos reales, subvencionó a medios de comunicación, censuró, tachó y borró a quien no aceptaba sus pretensiones. En la época de Pujol no hubiera pasado de ser otro Lluís Prenafeta, il consigliere, pero ahora es quien controla y reparte los presupuestos de Cataluña. Un cambio de paradigma, dirían los pedantes, en la tormenta anunciada. Por algo los poderes nos recomiendan como previsión no salir de casa.