Ha sido una semana complicada para Urkullu, un hombre que ante todo busca la tranquilidad. Los jóvenes vascos violentos no hacen caso a sus constantes llamadas al reposo, por alguna extraña razón, y siguen arrojando botellas a los policías.
Podría compararse la actitud del lehendakari con la de un profesor que intenta gestionar los problemas de disciplina en el aula con palabras suaves, y que desperdicia media hora de clase, todos los días, sin conseguir que los alumnos dejen de dar guerra. Pero acabo de recordar que nuestro presidente autonómico es precisamente maestro en excedencia, así que algo tiene que saber del tema. Debería saber que cuando un profesor intenta corregir un comportamiento negativo el alumno siempre se hace dos preguntas: “¿Qué me va a pasar si no le hago caso? ¿Por qué está mal lo que hago?”
Es ahí donde se vuelca el profesor, el padre o el político que entiende que su función también es explicar que hay cosas que están mal, y por qué esas cosas están mal
La pregunta pragmática es la primera. Sobre ella debería trabajar alguien con poco tiempo o pocas ganas de educar, aunque para que la respuesta funcione debe existir un plan claro sobre las posibles consecuencias de esos actos negativos. La pregunta interesante es la otra, porque no se dirige a las consecuencias sino a la fundamentación. Es ahí donde se vuelca el profesor, el padre o el político que entiende que su función también es explicar que hay cosas que están mal, y por qué esas cosas están mal.
Aquí Urkullu se encuentra con un problema. No puede achacarlo, como hizo Otegi, a la perniciosa influencia del neoliberalismo; una cosa es ser la derecha que admira la peor izquierda estatal, y otra imitar a la peor izquierda vasca pero yendo a misa en lugar de a la herriko. Tampoco puede usar el comodín de la “violencia que recuerda a tiempos pasados”, porque esa socorrida y gaseosa expresión se usa sólo para no tener que referirse explícitamente a una violencia muy concreta, y porque del pasado sólo suele acordarse cuando no conviene hablar del presente.
Así que en un momento de solemnidad, Urkullu eligió hablar de valores. Nada menos.
El lehendakari se pone ético y pide respeto a la autoridad tan sólo un par de meses después de haberse volcado en la defensa de los golpistas y de los indultos
“Es un debate apasionante, pero esto no es una cuestión de ideología, sino de valores”, dijo la semana pasada, y alertó también sobre “el desprecio a todo tipo de autoridad” que ha ido calando en una parte de la juventud vasca. El lehendakari se pone ético y pide respeto a la autoridad tan sólo un par de meses después de haberse volcado en la defensa de los golpistas y de los indultos. Y precisamente por eso su apelación al bien, su razonamiento contra el mal, es puro vacío. Por eso nadie puede tomarse en serio las presidenciales palabras de Urkullu: se limita a leer el cuento que le viene mejor en cada momento, y ni siquiera se molesta en cambiar la entonación.
Más interesante fue su sermón sobre los homenajes a etarras. Esos actos, dijo Urkullu, no deberían convocarse, “y menos grabarse y difundirse”. Esto último es el resumen perfecto de la actitud con la que la mayoría de los vascos nos enfrentamos al mal: no mirar, no hablar. Y lo mejor para no ver y para no tener que hablar es que no haya registro audiovisual del acto.
Volvemos a las preguntas del alumno que se porta mal. ¿Qué le va a pasar si no cambia su actitud? Nada, evidentemente. En una sociedad que no estuviera compuesta por comedores de loto, el partido de Otegi no tendría a nadie con quien hablar. Sería un partido social y políticamente apestado. En la nuestra, la vasca, Bildu es un partido que organiza homenajes a asesinos, pero también un partido progresista y de la tierra; y eso basta para que tanto el PSE como el PNV eviten tomarse en serio sus propias denuncias.
Si el mal existe, si el mal pasa por la puerta de mi casa, mi deber no puede ser otro que mirarlo de frente y hacer lo posible para que todos los ciudadanos de mi país puedan verlo
Urkullu habla de la reivindicación de los terroristas como si se tratase de alguna costumbre molesta. Y peor aún, la única solución que plantea es que no se graben ni se difundan esos actos, como si los cometiera una persona enajenada y no la segunda fuerza en votos. Cualquier persona decente diría justo lo contrario: no deberían convocarse, pero precisamente porque se convocan, porque con su aceptación se está normalizando el mal, el deber de cualquier ciudadano es grabar y difundir esos actos. Para que se conozcan, sí, pero también como ejercicio individual de la virtud. Para decirme que no soy como ellos. Si el mal existe, si el mal pasa por la puerta de mi casa, mi deber no puede ser otro que mirarlo de frente y hacer lo posible para que todos los ciudadanos de mi país puedan verlo.
El 18 de septiembre se producirá en las calles de Mondragón un nuevo acto de solidaridad con alguien que decidió transformar el País Vasco mediante la violencia política. Alguien que está en la cárcel, entre otras cosas, por ser responsable de 39 asesinatos. Ese alguien es Henri Parot, y ese día la izquierda abertzale hará que una localidad vasca se convierta de nuevo en una fiesta de conmemoración del terror. Ante esto caben varias opciones. El presidente de todos los vascos pretende que no se grabe el acto, porque tiene que seguir vendiendo su pequeña y milenaria aldea Potemkin; los convocantes pretenden seguir haciendo lo mismo con la complicidad o la indiferencia de los ciudadanos vascos; y una parte de la prensa y la opinión pública pretende hacer creer que existe un rechazo frontal de la sociedad.
Ante estos actos caben varias opciones, pero sólo hay una compatible con la dignidad individual y con la virtud cívica: situarse frente al mal, señalarlo, sostenerle la mirada y mostrárselo a otros.