Cuando sus aumentos se determinan teniendo en cuenta la evolución de la productividad y del empleo, un salario mínimo elevado refleja a largo plazo la buena salud de la economía, la competencia en sus mercados, su capacidad productiva y un alto nivel de vida. Por esta razón, se observa que las economías más avanzadas son las que tienen salarios mínimos más altos.
En esta relación entre niveles de renta per cápita y salario mínimo, la dinámica que se establece entre ambas variables importa y llega a ser crucial. A la hora de aumentar el salario mínimo, son tres las cuestiones que sobresalen. La primera hace referencia al nivel del salario mínimo. Tan lesivo para una sociedad puede ser si es muy bajo como si es excesivamente elevado. Cuando es muy reducido, puede dejar sin resolver problemas de pobreza salarial o los efectos de la competencia imperfecta (monopsonio) en mercados de trabajo en los que algunas empresas tienen un excesivo poder de mercado, al tiempo que se incentivan actividades de baja productividad y se desaprovechan potenciales ganancias de eficiencia.
Reducir la competencia
Por el contrario, si el nivel del salario mínimo es excesivo, puede afectar de una manera muy desigual a las empresas, destruir una parte del tejido productivo, aumentar la informalidad, eliminar competencia del mercado y situar los salarios por encima de la productividad de muchos trabajadores con menores cualificaciones o experiencia laboral, lo que incrementaría el desempleo entre los colectivos más vulnerables y potencialmente expuestos al salario mínimo. Es por ello que no tiene sentido pensar que el problema de los bajos niveles de renta en los países en desarrollo se puede resolver solo con aumentar su salario mínimo legal. Estas consideraciones también ayudan a explicar por qué los agricultores de algunos países europeos se quejan de las bajas remuneraciones pagadas por los exportadores en otros del norte de África, a pesar de que puedan estar por encima de muchos salarios en sus países de origen. O, incluso, que las empresas más productivas y eficientes defiendan incrementos del salario mínimo para reducir la competencia de pequeños competidores, de la misma manera que algunas economías europeas con salarios mínimos más elevados han propuesto que otros con retribuciones más bajas las aumenten para mejorar la competitividad relativa de sus economías.
La evidencia disponible para la Unión Europea es una buena muestra de las dificultades de determinar el nivel apropiado del salario mínimo. En 22 de los 28 países que la integran, existe un salario mínimo legal fijado por sus gobiernos bajo esquemas institucionales bastante diversos, de manera que en 2019 ese salario mínimo iba desde los 286 euros de Bulgaria a los 2.071 de Luxemburgo, 7 veces mayor en términos nominales y 3 veces mayor al tener en cuenta las diferencias en los niveles de precios. En 5 de estos 22 países, el salario mínimo lo fijan los gobiernos siguiendo las recomendaciones de una institución especializada. En los 6 restantes no existe un salario mínimo legal, sino que lo determina la negociación colectiva entre los agentes sociales. Las diferencias en términos de cobertura (porcentaje de trabajadores que percibe una remuneración menor o igual que la mínima legal) también son considerables, desde el 2% en Malta hasta más de un 25% en Rumanía.
Tiene sentido que el salario mínimo se sitúe en el 60% del salario mediano, aquel que divide la distribución salarial en dos partes iguales con el mismo número de asalariados
En la reciente consulta que acaba de lanzar la Comisión Europea para asegurar unas condiciones de trabajo justas y unos niveles de vida dignos que sustenten el Pilar Europeo de Derechos Sociales, no se pretende imponer ni un salario mínimo homogéneo para todos los países europeos, ni tampoco un modelo de determinación común. Pero sí propone algunas consideraciones interesantes, como tener en cuenta el nivel de presión fiscal, de cotizaciones sociales, de prestaciones o los diferenciales de precios que determinan la capacidad de compra del salario neto, así como indicadores relativos de los umbrales de riesgo de pobreza. En la medida que hay bastante consenso en considerar el 60% de la renta mediana como el umbral de riesgo de pobreza, parece que tiene el mismo sentido que el salario mínimo se sitúe en el 60% del salario mediano, aquel que divide la distribución salarial en dos partes iguales con el mismo número de asalariados. Sin embargo, también en la proporción que representa el salario mínimo legal sobre el salario mediano (lo que se conoce como índice de Kaitz) se observan diferencias importantes entre países, como muestra la OCDE para 2018, desde el 33% de EE.UU. al 71% de Turquía o al 89% de Colombia. Con los cálculos preliminares para España de Florentino Felgueroso, el salario de 950 euros que se acaba de fijar en 2020 se situaría ya por encima del 60% del salario mediano y afectaría en torno a un 10% de los asalariados.
Teniendo claro el salario mínimo objetivo, la segunda cuestión relevante es cuál debería ser la velocidad de convergencia al mismo. Si es muy lenta, los beneficios de esta política de rentas tardan demasiado en disfrutarse. Por el contrario, si los aumentos son muy rápidos, se pueden destruir empleos, dejar de crear otros nuevos, algunas empresas afectadas trasladarán a precios los mayores costes de producción (reduciendo la capacidad de compra de los salarios) mientras que otras verán comprimirse su excedente bruto de explotación y su capacidad para crecer e invertir. Por lo tanto, lo ideal es que los cambios sean graduales para dar tiempo a empresas y trabajadores a que se puedan ajustar ante el incremento del salario mínimo, aumentando su productividad y, con ello, los beneficios de la medida, al tiempo que se minimizan los efectos no deseados.
La tercera cuestión es que el momento cíclico que atraviesa la economía también resulta relevante. No es lo mismo elevar el salario mínimo durante un periodo de expansión que hacerlo cuando se afronta una recesión.
Un debate viciado
Teniendo en cuenta todas estas consideraciones, no es de extrañar que la evidencia empírica muestre resultados muy diversos o, incluso, opuestos sobre los efectos de aumentos del salario mínimo, en función de las circunstancias específicas de cada caso. En algún artículo previo ya he señalado que al realizar una panorámica de la literatura se puede encontrar que un incremento del 1% del salario mínimo puede llegar a aumentar un 1% el empleo o destruir una cantidad equivalente, si bien el resultado más frecuente es encontrar un efecto ligeramente negativo, que en ningún caso puede servir de guía para analizar una realidad concreta. El debate sobre las subidas del salario mínimo en España desde 2017 ha estado en muchas ocasiones viciado por la práctica de cherry picking, en el que posiciones fijadas de partida siempre pueden encontrar una evidencia en algún país o periodo que sea especialmente favorable en su argumentación.
Dada la heterogeneidad existente, lo mejor es analizar cada situación sin extrapolar experiencias de otros países y periodos que no son comparables. Esta práctica no solo es recomendable ex ante, de manera que preceda siempre a las decisiones de política económica, sino absolutamente necesaria ex post. Primero, para evaluar los beneficios y los costes de la medida. Segundo, si hay efectos no deseados y algunos colectivos se han visto perjudicados, para tomar las medidas compensadoras apropiadas y diseñar bien futuras políticas. Por eso es una buena idea la creación de una comisión asesora, por ejemplo, al estilo de la Low Pay Commission en el Reino Unido, que tenga en cuenta la evolución de todos los factores que determinan el nivel apropiado del salario mínimo y los efectos de sus variaciones. ¿En qué medida se reduce la desigualdad salarial? Si aumenta el desempleo de algunos colectivos, ¿cómo se ve afectada la equidad? ¿Se alteran los precios de consumo? ¿A qué empresas, trabajadores o regiones afecta con mayor intensidad? En línea con lo que sucede en numerosos países de la UE, ¿tiene sentido fijar distintos salarios mínimos dependiendo de si el trabajador accede por primera vez al mercado de trabajo o ya tiene experiencia? ¿Es conveniente compaginar el salario mínimo con complementos salariales temporales o políticas activas para los colectivos de trabajadores más vulnerables? ¿Cómo cambia la composición del empleo o el flujo entre asalariados y autónomos? ¿Cómo se ven afectados los trabajadores con bajos salarios que realizan tareas más rutinarias y fácilmente automatizables? ¿Cómo afecta a la temporalidad o al número de horas trabajadas por empleado de los distintos segmentos del mercado de trabajo?
La economía se ve sometida a múltiples perturbaciones simultáneamente y el aumento del salario mínimo es solo una de ellas
En la medida que no ha habido una evaluación oficial de todos estos efectos de los aumentos del salario mínimo de 2017 y 2018 (con el acuerdo con los agentes sociales) y de 2019 (sin acuerdo), en BBVA Research hemos realizado diversos estudios para anticipar sus efectos potenciales y evaluar posteriormente la evidencia. La evaluación más reciente indica que las repercusiones del incremento del salario mínimo sobre el empleo habrían sido limitadas y estarían en línea con nuestras estimaciones iniciales. Por un lado, ha podido beneficiar a cerca de 1,5 millones de empleados, aunque no sabemos en qué medida, puesto que no tenemos datos a nivel individual del efecto sobre el número de horas trabajadas, que han disminuido a nivel agregado con datos hasta el tercer trimestre de 2019. Por otro, se observa un comportamiento menos favorable de la afiliación a la Seguridad Social entre los jóvenes, los ocupados en actividades de servicios que tradicionalmente tienen salarios bajos, como el comercio o la hostelería, y los residentes en regiones más expuestas al SMI. En los colectivos del régimen general con mayor cobertura del salario mínimo, el número de cotizantes aumentó el 2,8% en 2019, un punto menos que en el promedio 2017-2018. En los restantes grupos, la ralentización del crecimiento de la afiliación fue menor (en torno a seis décimas).
Como correlación no implica causalidad, se puede argumentar que la desaceleración de la economía española, que no ha permanecido al margen de la observada en Europa, ha podido afectar a los colectivos más expuestos al salario mínimo. Esta hipótesis encaja mal con la evidencia en la medida que la desaceleración del comercio mundial o de la industria, particularmente del sector del automóvil, afecta sobre todo a empresas exportadores o industriales, menos expuestas al salario mínimo. Tampoco se ha observado un cambio en la demanda agregada, de manera que el consumo privado haya aumentado más que el PIB como consecuencia de la mayor propensión a consumir de los trabajadores con menores salarios. Más bien ha sucedido lo contrario en 2020. Obviamente, la economía se ve sometida a múltiples perturbaciones simultáneamente y el aumento del salario mínimo es solo una de ellas. Aunque separar sus efectos no es sencillo, el análisis de la evidencia disponible realizado con la estimación de modelos de equilibrio general apunta a que la presión salarial por encima del aumento de la productividad ha sido una de las causas de la desaceleración del PIB y del empleo agregado, aunque no la más importante.
A diferencia de la subida de 2019, la de 2020 es mucho más moderada (un 5,5% frente al 22,3%) y está consensuada con los agentes sociales, lo que, además de bienvenido, ayuda a equilibrar los beneficios y costes de la medida. Pero seguimos sin evaluar los efectos de las subidas de los últimos años y sin enfocar los aumentos del salario mínimo dentro de un planteamiento más general, integral y articulado de las políticas del mercado de trabajo con la finalidad de conseguir empleos de mayor calidad, más seguros y productivos.
BBVA Research y Universidad de Valencia