Está en nuestra sangre ibérica, mediterránea y latina. Somos adictos a la buena comida. Celebramos todo lo celebrable con una reunión para comer y beber sin fin ni medida. Lo que más nos gusta es acudir a un lugar donde te lo sirvan todo. El ritual de las comilonas es una de esas cosas que no perderemos. La muestra de que vamos superando la crisis derivada de la pandemia es que empezamos a llenar los restaurantes, más allá de lo que diga tal o cual político para vender que nos ha salvado de la quema.
Dicen los datos desvelados en un reciente estudio que las reservas por internet en restaurantes han aumentado un 74% en las últimas semanas de "desescalada". Hasta un 60% de los encuestados asegura que tiene previsto acudir a comer fuera durante el próximo mes y un 35% afirma que lo hará en los próximos 15 días, si bien es cierto que sólo el 48% dice que irá a estos locales para llenar el buche como antes de la crisis.
También hay que admitir que abarrotar los restaurantes es más sencillo ahora que su aforo está bastante reducido. Lo cierto es que todavía muchas personas tienen miedo a salir a comer. Mi señora es reacia a comer fuera por temor al contagio. Puedo entenderla porque en estos últimos días desescalantes, cuando hemos salido con el niño, hemos visto comportamientos en los bares y terrazas que apuntan al ya comentado exceso de confianza del personal. Pero hay ocasiones que lo merecen.
Los comensales de otras mesas están lo suficientemente lejos como para ahuyentar sus salivas y nuestros temores
Viene todo esto a cuenta porque este sábado, noventa y ocho días después de que empezase el estado de alarma, al escuchar el mensaje triunfalista de Pedro Sánchez sólo podía pensar en la comida. Llegas al restaurante y tienes una mesa para dos donde celebrar como se merece el final de la pesadilla vírica. Los comensales de otras mesas están lo suficientemente lejos como para ahuyentar sus salivas y nuestros temores.
Nos ponen unas croquetas de queso de cabra como aperitivo que degustamos junto a unas cervezas bien frías para entrar en harina. El camarero, que lleva una elegante mascarilla y unos guantes casi imperceptibles, nos enseña la carta por código QR. El menú es tan variado que tenemos que pensarlo bien. Las circunstancias en el restaurante han cambiado pero nosotros, los de entonces, seguimos siendo los mismos. En materia culinaria somos enemigos de las sorpresas. En el fondo somos unos clásicos.
Las circunstancias en el restaurante han cambiado pero nosotros, los de entonces, seguimos siendo los mismos
Empezamos con un plato de gambas y otro de foie con mermelada de frutos rojos, regados con una copa de vino blanco que, como siempre, elige ella. Seguimos con unos guisantes de temporada con jamón ibérico que nos saben a gloria bendita. Tras dudar mucho sobre si compartimos un chuletón como mandan nuestros cánones carnívoros, finalmente como segundo ella se va al solomillo a la brasa y yo a mi plato favorito: un steak tartar bien picante. Nos añaden una pequeña ensalada de ventresca, tomate y perdiz para acompoñar. El vino tinto, nuevamente elegido por ella, está exquisito pero la descripción la dejo para cualquier enólogo que, en cualquier caso, utilizará la palabra "afrutado".
Cuando ya estoy saboreando el postre, que mezcla helado de yogur, chocolate caliente y esferas de natillas, los lloros del niño me despiertan de la siesta. La realidad es que me he quedado frito mientras hablaba el presidente del Gobierno. Para mi desgracia nosotros estamos aún en el porcentaje negativo de miedosos de esa encuesta tan positiva que sólo podía provenir del sector de la hostelería, claro. Ahora que hemos estrenado la nueva anormalidad, espero convencer a mi señora para volver al restaurante. Porque ese menú no puede ser sólo imaginario.