Mi amigo Piulachs, de los Piulachs de Sarriá de toda la vida, apuntaba maneras de joven. Lo recuerdo moviéndose como una anguila por varias facultades. No en las aulas, ojito, sino en los bares de estas, ora a gorronear tabaco, ora a chicolear a una muchacha, ora a dárselas de revolucionario. Eso sí, tenía un horario prusiano. A su mamá le molestaba muchísimo que la criada tuviera que mantenerle la comida caliente al zangolotino. “En esta casa se come a las dos, se cena a las nueve y no se hable más. Patrocinio, retire el cubierto del señorito”, decía indignada. Pasaron los años y gracias al patrimonio heredado consiguió vivir sin conocer la desgracia del trabajo, pecado con el que Dios castigó a nuestros primeros. Pero como los padres de Piulachs ni eran los primeros ni Dios les había dicho nada, explotaron en sus fábricas a gentes venidas de toda España a las que, a cambio de trabajo, un salario de usura y un desprecio homérico, debían su fortuna. Como, por no servir, no servía ni para explotador, el joven Piulachs acabó por ver el fondo de la caja de caudales de papá.
No siendo tan tonto como parecía, y gracias a acudir a manifestaciones de la Diada colocándose estratégicamente el lado de los capitostes, participar en quilombos organizados por los separatistas y apuntarse a un partido de estelada y tentetieso, al final le han dado un cargo. Bien es verdad que no es de relumbrón, pero si jugoso. Piulachs es Responsable adjunto al Vicesecretario de la Dirección General de Asesoría en materia Piscícola, sección Crustáceos tipo Caridea y Lancostadade. Del suborden Dendrobranchista, por supuesto. O sea, de gambas y langostinos. Ni que decir tiene que me invitó a su flamante despacho, y digo flamante porque sus anteriores ocupantes ni siquiera lo habían pisado. Todos los muebles conservaban el embalaje original que una amable secretaria usaba indolentemente, haciendo estallar bajo sus deditos las burbujas de plástico. Una vez en medio de aquella exposición de muebles de virginidad intacta, mi amigo me pasó confianzudamente el brazo por los hombros – me palpé la cartera y no había daños colaterales que lamentar – y me invitó a un restaurante de postín en el que todos los secuaces que viven de nuestro dinero piden platos carísimos en un francés macarrónico. Persona consecuente, Piulachs encargó una suculenta mariscada que engulló él solo, puesto que servidor adujo problemas estomacales y era cierto, no tengo estómago para según qué. Pero me había picado la curiosidad y quería ver como aquel vago se desenvolvía a la que había pisado moqueta oficial. No me defraudó. Sin tener más idea de economía, política o historia que yo de macramé, Piulachs estuvo todo el tiempo en el que sus mandíbulas no estaban fieramente aplicadas al crustáceo, largándome un réspice acerca de Cataluña, el déficit fiscal la importancia de las embajadas, lo beneficioso de la inmersión lingüística o la convocatoria de un referéndum. Pretextando bautizo lo dejé ahí, rodeado de leones come gambas como él, viviendo como lo que siempre fue: un señorito más gandul que la chaqueta de un guardia y capaz de decir o hacer lo que sea con tal de encontrarse la mesa puesta pagando otro. Tengo para mí que si le hubiesen dado el cargo los podemitas, estaría comiendo igualmente marisco, pero con un pendiente en la oreja y el pelo teñido de lila. Mientras tanto, hay gente mayor que cobra una pensión de cuatrocientos euros. Pensé en la maldición que reza Ansina te ajogues con lo que comas