La Pelona, la Huesuda o la Parca, que por estos tres nombres se conoce en castellano a la temible esquelética figura de la guadaña y manto negro con capucha, puso ayer el óbolo de Caronte en la boca de Emilio Ybarra y Churruca, el que fuera presidente del BBV y copresidente por un rato del BBVA. Las tres hermanas Parcas (Nona, Décima y Morta) controlaban en la mitología romana el hilo de la vida de los mortales, tejiendo el destino de los humanos bajo la sombra de una tijera cuyo brusco corte interrumpía la vida y marcaba la llegada de la muerte. Las hilanderas Parcas devanaban lana blanca entremezclada con hilos de oro para representar los momentos felices, y lana negra para mostrar los desgraciados. En la vida de Emilio Ybarra hubo muchos hilos de oro y mucha lana negra, como corresponde a uno de los protagonistas de la Transición desde la esencial vertiente industrial y bancaria española. Una época que se escapa, que se nos va del brazo de Tánatos a marchas forzadas por una senda jalonada de tipos brillantes que, con sus luces y sombras, empiezan a parecernos fascinantes a la pobre luz que emiten nombres y apellidos de quienes hoy están al frente de nuestras empresas y bancos.
Muy probablemente los hilos de oro hubieran predominado hasta deslumbrar en la carrera profesional de Emilio Ybarra de no haber sobrepasado nunca el escalón de la vicepresidencia del Banco Bilbao, a las órdenes de aquel sabio multidisciplinar que fue José Ángel Sánchez Asiaín, nacido en un pueblo obrero como Baracaldo, en las antípodas de la rica Guecho, a quien una solución de compromiso entre las familias de Neguri llevó a la presidencia del Bilbao para evitar el duelo al sol que por el control de la entidad enfrentaba entonces a Alfonso Churruca, abuelo materno de Emilio, y a Pepe Aresti. Duelos de poder le llevarían después a asumir la presidencia del BBV en sustitución de su maestro, el citado Sánchez Asiaín, de quien aprendió aquel sencillo arte, hoy tan endemoniadamente maduro, miserable incluso, que según Aguirre Gonzalo, otro personaje de la época, consistía en coger dinero con una mano y prestarlo con otra a cambio de un interés, no sin que Asiaín llegara a desesperarse a menudo ante la necesidad de tener que repetirle las cosas dos o más veces.
Al frente del BBV, Ybarra fue testigo de la traición de Alfredo Sáenz, que se pasó con armas y bagajes, en concreto con la cifra que el banco vasco pensaba ofertar a sobre cerrado por el Banesto intervenido a Mario Conde, al Santander de Emilio Botín. A su lado quedó Ángel Corcóstegui como el único alto directivo del Vizcaya que no se fue con Sáenz a la sombra del cántabro. Fue parte de la lana negra de un hombre abrumado por el peso del apellido y sobrepasado siempre por su circunstancia, por ese padre caído en el frente durante la Guerra Civil cuando él tenía apenas tres meses, y sobre todo por la personalidad y el talento de aquellos con quienes compartió tareas de liderazgo bancario, primero en la fusión del Bilbao, su casa, con el Vizcaya, y después con la impuesta de Argentaria, obra de un Rodrigo Rato a los mandos económicos del primer Gobierno Aznar. El hombre bueno que fue Emilio no resistía comparación posible con aquel tipo brillante en extremo que fue Pedro Toledo, capo del Vizcaya, un personaje especial, un auténtico líder sin cuya prematura muerte el mapa bancario español, y muy posiblemente el político, hubiera sido muy distinto al que hoy conocemos.
El peso de la responsabilidad
Tras la fusión Bilbao-Vizcaya, Ybarra compartió escenario con la que sin duda ha sido la mejor generación de banqueros-bancarios que ha dado este país, gente procedente de aquella gran escuela de ejecutivos creada por Toledo, caso del mencionado Corcóstegui, de Paco Luzón o del propio Sáenz, por citar solo a tres de los más descollantes, y con personalidades procedentes del Bilbao tan ricas, tan complejas, intelectualmente tan potentes como Javier Gúrpide, o como Pedro Luis Uriarte o el propio Goirigolzarri, hoy al frente de Bankia. Demasiado para Emilio, un hombre bueno rodeado de lobos esteparios. Enfrentado a gente tan exigente, tan cartesiana, su sentido de la responsabilidad le vencía cuando las cosas se ponían difíciles y había que tomar decisiones importantes, más allá del día a día de un oficio que conocía bien y en el que se defendía muy aceptablemente. Ninguno con el colmillo tan retorcido, tan avieso, sin embargo, como el de Francisco González (FG), con quien compartió copresidencia en el BBVA tras la fusión con Argentaria. Algunos le han acusado de haber sido “el hombre que entregó el BBV a los amigos de Rato”, una acusación de injusta brocha gorda que pasa por alto a Emilio y su orteguiana circunstancia, tan fácil de apedrear a toro pasado, tan difícil de aprehender a la luz del momento histórico en que ocurrió.
Si hay un episodio que define la personalidad de Emilio Ybarra es el famoso de las cuentas opacas en la isla de Jersey que sirvió para que FG fumigara del BBVA a todo aquel que portara la escarapela Bilbao o Vizcaya en la pechera, entregando el poder, todo el poder, entonces sí, a un solo hombre, ni siquiera a los hombres de Rato, un hombre hoy a punto de ser imputado por el escándalo de las escuchas encargadas al rey de las cloacas policiales, el excomisario Villarejo, quien presuntamente, y hay que suponer que siguiendo órdenes, ha mantenido pinchados hasta hace escasas semanas los teléfonos de todos los altos ejecutivos del BBVA. La bonhomía de Emilio le llevó a confesar a su colega de presidencia la existencia de aquellas cuentas que ni siquiera él había ordenado, porque el asunto venía de lejos, concretamente de Pedro Toledo, pero al de Chantada le faltó tiempo para ir corriendo con el cuento al Banco de España, Jaime Caruana al aparato -premiado después, como es norma en España, con un asiento en el Consejo de Administración-, y al propio Rato, para dar paso a la desvasquización de la entidad.
Aquel fue el hilo de lana más negra tejido nunca por las Parcas en la vida y obra de Emilio Ybarra, un “buen compañero de viaje” como ayer le definía uno de los ejecutivos antes citado. Un hombre de salud quebradiza, tan sobrado de voluntad como corto de palabras, que se fue haciendo más y más desconfiado, más reservón, conforme la “lana negra” inundaba su canasta vital, y que entregó su vida al banco con desatención de la propia familia, un pero que ha reparado con largueza merced al encomiable comportamiento mostrado en los últimos tiempos con su mujer, María Aznar, en silla de ruedas desde finales del siglo pasado, a la que atendía con mimo en el piso de Castellana esquina Carbonero y Sol, en el chalé de Puerta de Hierro, y en el propio Sotogrande. Se va Emilio Ybarra con el regusto amargo de haberse portado mal con su tío Javier Ybarra Bergé, asesinado por ETA en 1977. Con su muerte se cierra ese sueño de una noche de verano que fue el intento de recuperar el BBVA para unas familias de Neguri que ya son historia, aunque el fantasma del BBV siga poblando hoy los sueños más eróticos del PNV. Desaparece un hombre bueno, querido por la mayoría de quienes trabajaron con él en el Bilbao, en BBV y en BBVA, y con él va desfilando paulatinamente toda una generación de hombres brillantes, en la banca y en la empresa, hombres que dejaron huella y tras cuyo paso se adivina el espectáculo de vacío que ahora ofrece la España crispada, carente de talento y sobrada de mediocres disputas que hoy nos abruma. Descanse en paz Emilio Ybarra y Churruca.