Lo mejor que puede hacer un político es defraudarte. Y cuanto antes lo haga, mejor. Solo así puedes tener la certeza de que es hombre de fiar, de que el criterio que sustenta sus decisiones es propio y verdadero. Solo así puedes saber que no hay traza ninguna de fanatismo, de argumentario de cartón piedra o peor, de esa peliculera idea de “la palabra dada” que el mal político sostiene hasta en los peores escenarios. Todo para mantener la peor de las etiquetas que pueda atesorar un representante público: la coherencia absoluta.
El pasado sábado saltó el scoop. Nos salpicó la primicia. Un juntero del PP, Juan Carlos Cano, había votado a favor de que Bildu presidiera la Comisión de DDHH de las Juntas de Guipúzcoa -ni una comunidad de vecinos sin su Comisión de DDHH-. Daba igual la disculpa pública por el inadvertido error. Se tocó la campana. Dio comienzo la gran zurra mediática de esa versión azufrada del ser humano que es el tuitero. O peor, el tuitero periodista de fibra óptica y Al Rojo Vivo en la pestaña oculta. No importó que Juan Carlos Cano y su mujer hayan “vivido” amenazados por ETA más de quince años. No importó que su hija tuviera que abandonar Euskadi o que el comando Buruntza le situara el tercero de una lista en la que el primero era López de Lacalle y el segundo Joseba Pagazaurtundúa.
Estos oscuros seres de luz no aprovecharon la oportunidad -nunca lo hacen- de callarse y esperar, de aguantarse el pudor. No. Apretaron el botón. Hicieron clic. Todo para restregarnos su pureza. La virginidad que da el onanismo. Los pies limpios del que jamás ha pisado el barro. La tranquilidad del que escucha las bombas a 470 kilómetros. La prueba es que a nadie pareció importar el oxímoron que supone que los herederos de la banda de la serpiente y el hacha presidan la Comisión de DDHH, sino la falta de apariencia beata que el votante estricto obliga a sus políticos.
Para lo que Cano no estaba preparado era para esa puñalada trapera de los suyos vía expediente para contentar a los más fanáticos
La culpa es suya, claro. Por situar el listón en una consistencia moral inalcanzable. Parece que algunos hayan llegado a la política para frotarnos su castidad. Para enseñar su intachable hoja de servicios en esta política-espectáculo en la que los gestos a la galería, Congreso y voluntades cerradas, es lo único que nos queda. “No tengo nada que me una con Vox, aunque en uno o dos temas de gestión pueda coincidir como coincido con Bildu”. ¿Lo oyen? Es una opinión bañada en sentido común. Es Juan Carlos Cano escupiéndonos sus obviedades a la cara -¡cómo se atreve!-. Se ha instalado esa mezquina idea según la cual mejorar la vida de los ciudadanos en algún sentido es un crimen imperdonable. En el que la única forma de mantener una posición de privilegio electoral en esta España de elecciones e irresponsabilidad eternas es no pactar ni la hora de la recogida de las basuras. Parecen querer hacer política para sus fanáticos, que es el peor tipo de votante pues, no se puede gritar más alto ni mear más lejos que un hooligan. Puede que, en el largo invierno de la legislatura uno pueda estar tentado de refugiarse en su abrigo, pero más vale desprenderse de él como de una chaqueta ardiendo, pues como decía, la decepción llegará porque a esos siempre les llega.
Juan Carlos Cano estaba preparado para mirar debajo del coche, para cerrar los ojos cuando activaba el contacto. Estaba preparado para hacer de su vida, la de su escolta y la de ambos, esa especie de muerte social que condenaba a todo político vasco con esa desviación de pensamiento vasco-español inaceptable. Para lo que no estaba preparado era para esa puñalada trapera de los suyos. No se esperaba un expediente para contentar a esos, a los más fanáticos, que en el conservadurismo español afloran como investiduras fallidas. ¿O es que una llamada no valía? Un no me jodas, Cano.
Hace ya tiempo que la política no quedó para eso. Ni para llamadas, ni para no me jodas, ni para un mínimo de respeto a los que se jugaron la vida por todos. Solo nos quedan cuatro fanáticos que no arriesgaron nada, y su inagotable política de gestos vacíos y nulas lealtades. Llevaros vuestra pureza de sangre a otra parte.