Son pedacitos de España al otro lado del Atlántico, ciudades trazadas con los postulados estéticos que dictaba la corona, allá donde se adivinaba una promesa dorada. Los cimientos del nuevo orden brotaron en rincones lejanos siempre con una plaza mayor, pero también con majestuosas catedrales, callejuelas estrechas, balcones enrejados y patios frescos y floridos con la esencia de la madre patria. Repasamos las huellas más hermosas de la arquitectura colonial, las ciudades con más encanto que nacieron al calor del descubrimiento en el que fuera, en su día, el exótico ultramar.

Con la velocidad que un tahúr mueve los naipes y esconde una pieza en el juego del trile, Cartagena deambula entre lo real y lo imaginado. Los susurros de los fantasmas de los antiguos moradores de ‘La Heroica’ desvelan aventureros sin estirpe, damas de alta cuna, piratas, corsarios, verdugos de la fe y hombres de bien. Los amantes contrariados se consumen en palacios, plazas, teatros, mercados y conventos sobre calles adoquinadas de trazo recto y angostas que discurren intramuros a orillas del mar Caribe.

En la costa, en pleno trópico, Cartagena de Indias representa la imagen más tópica del Caribe colombiano, con un apasionante pasado colonial que se puede disfrutar con cualquier presupuesto. En sus calles, mansiones, fortines y fortalezas, esta ciudad es Patrimonio de la Humanidad y para muchos es también la ciudad más bella de América. Es difícil contradecir esta afirmación mientras paseamos entre plazoletas, claustros, balcones y pintorescas callejuelas coloniales. Las mulatas asomadas a los balcones y los niños que siguen jugando al fútbol en las callejuelas empedradas son unas piezas más del decorado. Cartagena es una ciudad para recorrerla despacio, varias veces, a pie, a la luz del día y en la noche. El placer está asegurado.