Ha dicho Pablo Iglesias que ellos no nacieron para apuntalar el bipartidismo, y lo ha dicho como un dardo hacia su íntimo contrincante Íñigo Errejón, al que presume inconfesables intenciones de chalanear con el PSOE de Sánchez. Por su parte, Rivera ha rechazado cualquier acuerdo adicional a los que ya tiene con el bipartidista PP y lo ha hecho con tal rotundidad que ha llegado a dinamitar a Ciudadanos en Euskadi, ante la sospecha de que se hablaban con los populares vascos, los de la tibieza.
El temible y maldito bipartidismo se nos presentó por parte de los nuevos partidos (no solo por ellos) como el dechado de vicios y disfunciones de nuestra democracia, herencia maldita de la transición. Eran tales sus defectos y tan evidentes, que resultaba innecesario enumerarlos. Bastaba la palabra infamante, “bipartidista” para resumir el desprecio que merecía el insultado y, por contraste, la virtud democrática y el dinamismo político del insultador.
La cosa se empezó a torcer cuando a los regeneradores de la política se les notaron tantísimo las ganas de sustituir a los grandes para crear un bipartidismo nuevo, que no fuese el tradicional rojos contra azules sino el muy innovador morados contra naranjas. No salió bien para ninguno, ni Podemos sobrepasó en 2015 a un PSOE muy debilitado ni tampoco Rivera fue capaz de superar a un PP hundido en 2019. Pasada la tentación, quizás humanamente inevitable, de ser califa en lugar del califa, toca ahora reconducir el tiro y asumir precisamente el papel que cada uno le correspondería en un entorno multipartidista, en el que cada cual tiene que saber jugar sus cartas, hacerse valer y, sobre todo, demostrar que vale para algo.
De momento, no haber sabido verlo a tiempo ya les ha costado a Ciudadanos y a Podemos pagar un precio muy alto: a Iglesias le ha salido competencia en su antaño inseparable Errejón y a Rivera se le han sublevado, con gran aparato, algunos de los más notables miembros de su partido. De modo que debería ser hora de cambiar urgentemente de estrategia. Continuar en la senda de negarse a sí mismos la evidencia de que ambos son y serán partidos menores que los grandes solo conducirá a que sean vistos como enredadores y no como solucionadores, con el resultado de que continuarán debilitándose y, paradójicamente, acabarán reforzando con sus torpezas la idea de que España solo funciona cuando hay dos grandes, haciendo así cierto lo que vinieron a negar.
Se podrá discutir el nivel de responsabilidad de cada uno de ellos, pero PP y PSOE ya han demostrado que no van a desaparecer
Pero, como dijo Heráclito, no nos bañamos dos veces en el mismo río, así que el bipartidismo que podría regresar tras el fracaso de los partidos que iban a derribarlo ya no será el de dos organizaciones grandes y complejas, con fuertes estructuras de poder interno y llenas de broncas y matices, sino cada día más dos plataformas de unanimidad a favor de líderes carismáticos facultados para hacer y deshacer a su antojo. Los grandes habrán copiado, precisamente, el peor de los defectos de los nuevos partidos.
De momento el CIS de septiembre dice que el rechazo a la política y los partidos ha crecido catorce puntos en treinta y dos semanas y que casi la mitad de los españoles (el 45%) ponen a los políticos como uno de los tres principales problemas de nuestro país. El hastío es comprensible viendo la parálisis y a la excepcionalidad permanente de la vida política, innegable desde que el PP ganó sin mayoría en 2016, explosiva tras la moción de censura y que tiene su expresión más dramática en esta repetición electoral compulsiva a la que nos ha llevado la incapacidad de todos los líderes.
Se podrá discutir el nivel de responsabilidad de cada uno de ellos, pero PP y PSOE ya han demostrado que no van a desaparecer por lo que, de hecho, las consecuencias efectivas pueden ser las peores para quienes, cegados por su ambición, no tuvieron la visión política de encontrar el verdadero espacio que les correspondía y aprender a moverse en él. Tal vez estén a tiempo después del 10 de noviembre, o tal vez ya no.