“Todo colapsado, imposible acceder a ningún punto del trayecto”. Faltaba más de una hora para el arranque oficial de la manifestación y un amigo barcelonés me comentaba las dificultades que encontraba para incorporarse al desfile. Una masa ingente, sin partidos, casi sin organización, con servicios mínimos, en un ambiente festivo, dos banderas juntas, dos almas gemelas, colapsó ayer Barcelona para reivindicar la unidad de España, el amor a Cataluña y el rechazo frontal a ese nacionalismo reaccionario y xenófobo que pretende declarar extranjeros a más de la mitad de los catalanes en su propio país. “Una cámara de TV3 ha venido a preguntarme contra qué o quién he salido a manifestarme”, comentaba el mismo amigo. “Les he respondido que contra el fascismo que vosotros representáis”. Un día para la historia de España. Una maravillosa jornada para la reivindicación de los lazos fraternales que desde hace siglos unen a los catalanes con el resto de españoles. Tras años de rumiar la melancolía de la resignación que anticipa la derrota, ayer la Cataluña silenciosa, con miles de españoles llegados de los cuatro puntos cardinales, se echó a la calle para decir ¡basta ya! Aquí hay Nación. Aquí hay esperanza. Aquí hay futuro. Y ya nada volverá a ser lo mismo.
Es conocida la frase atribuida a Bismarck según la cual España es el país más fuerte del mundo, porque los españoles llevamos siglos intentando destruirla y no lo hemos conseguido. Estuvo a punto de irse por la alcantarilla tras la invasión napoleónica, después de que Carlos IV y su hijo pusieran el trono de España en bandeja al tirano; lo estuvo en la gran crisis del 98 que siguió a la pérdida de los últimos retazos del imperio colonial; volvió a estarlo, y de forma reiterada, entre la caída de la monarquía de Alfonso XIII y el final de la Guerra Civil, y lo ha estado ahora, en fin, tras el poderoso envite al que le ha sometido el separatismo catalán al socaire de la monumental crisis económica y política surgida tras el estallido de la burbuja. El pueblo adormilado, que parecía resignado a los insultos diarios de ese nacionalismo reaccionario, ha despertado de repente, se ha alzado para decir que no estamos dispuestos a transigir con supremacistas xenófobos empeñados en poner en peligro la unidad de España, que es tanto como decir paz y el bienestar colectivos, pero tampoco con gobernantes corruptos y mucho menos traidores a España. Un 2 de mayo de 1808 sin cuchillos cachicuernos, sí con los colores dorados de la rojigualda y la cuatribarrada. La Nación ha vuelto.
La Nación como concepto novedoso surgido tras las revoluciones americana y francesa del XVIII; la Nación como conjunto de ciudadanos convertidos en sujeto de soberanía, titulares de derechos y deberes. La Nación como concepto jurídico destinado a llenar el vacío producido por destrucción del poder absoluto del Rey, tan alejado del Heimat alemán como de esa Nació, nacional-catalanista, tan ligada a los sentimientos, a la emoción irracional, tan reñida con el Derecho. Esa Nación renacida, identificada con los ciudadanos, es la que ayer se echó a la calle; esa Nación jurídica es la que ayer trascendió y colapsó el centro de Barcelona. Una piedra miliar, un punto de no retorno con el régimen del 78. Resurge la Nación y se enfrenta al golpe separatista, pero también lo hace contra esa muerte lenta que parecía haberle reservado la corrupta clase política heredera del régimen del 78. Aquí ha muerto el régimen del 78. La Nación ha acudido al rescate de España. Ese es, en mi opinión, el significado último de lo ocurrido ayer en Barcelona.
Ayer fue derrotado el golpe de Estado que no ha sabido parar el Gobierno Rajoy. Lo ha derrotado el pueblo soberano en auténtica revuelta pacífica contra los manipuladores de la verdad, los ingenieros de la mentira, los magos de esa ingeniería social que consiste en inocular odio en vena desde la posición de ventaja que proporciona la retirada voluntaria del Estado de Cataluña, el control de los medios de comunicación y, sobre todo, la manipulación de la enseñanza. Odio en vena y desprecio fascistoide al diferente, al que no piensa igual. Eso también saltó ayer por los aires en Barcelona. El pueblo alienado, dispuesto a levantarse consciente de su condición de Nación. Se acabó el silencio de los corderos. Ustedes, señores del Gobern, no podrán volver jamás a hablar en nombre de “todos” los catalanes. No tienen ningún derecho a monopolizar esa categoría. Ustedes no son los únicos catalanes.
El final de Puigdemont y tal vez del propio Rajoy
El discurso del Rey (el buen vasallo parece haber encontrado al fin un buen señor), la huida de las empresas y la gigantesca manifestación de ayer marcan las estaciones del vía crucis que conduce al final de la independencia. Adiós independencia. No ha sido el cobardón de Rajoy. De hecho, esa trilogía no ha servido sino para ponerle contra las cuerdas. Para impedirle huir por el burladero. No vas a poder pastelear la formula vergonzante que preparas en la sombra, Mariano, no vas a poder seguir escondiéndote, vas a tener que cumplir con tu deber o irte de una vez a tu puñetera casa. Por eso asistimos ayer al final de Puigdemont y del nacionalismo supremacista, pero también al de Rajoy, y está por ver si al del propio PP, un Rajoy que ayer mismo, y en las páginas de El País, venía a proponer a los españoles la asunción pastueña de una especie de “derrota honrosa” frente al nacionalismo, acogida a la fórmula de ese “Tenga la total y absoluta certeza de que el Gobierno va a impedir que cualquier declaración de independencia se pueda plasmar en algo… impediré que la declaración de independencia, si la hubiere, signifique algo”. Ergo no está dispuesto a impedir la declaración de independencia a secas. Blanco y en botella. Vergonzoso.
Crece la sospecha de que el presidente del Gobierno y los visitadores –catalanes, para más señas- de la Moncloa están pactando, si no lo han hecho ya, un “reconocimiento simbólico de independencia”, y eso es lo que la Nación en pie debe estar dispuesta a impedir echándose de nuevo a la calle como hizo ayer en Barcelona. El 8 de octubre marcó el inicio de una revolución democrática cuyo destino no puede ser otro que el de poner en el cubo de la basura a la podrida clase política de la Transición, con Mariano Rajoy al frente. Caminemos todos decididamente en busca de esa nueva clase política en Madrid y en Barcelona, capaz de asegurar a los españoles una democracia liberal y de progreso digna de tal nombre. Hemos aguantado demasiado. No lo esperaban, pero la Nación está viva. Barcelona marca el camino.