Opinión

Cómo defender el Estado de derecho

Qué instrumento de defensa nos queda a la sociedad civil para evitar un tácito cambio de régimen, un posible tránsito hacia una autocracia de facto

  • El rey Felipe VI -

La mayoría de los medios y de la opinión –no cambiante- pública piensa que nuestro Estado de Derecho se ve amenazado por las negociaciones y acuerdos que posibilitaron la investidura de Pedro Sánchez como presidente del Gobierno. Fundamentalmente por el precio a pagar por la compra de  los siete votos que se necesitaban para hacerse de nuevo con el poder.

La pregunta que surge en estos momentos, cuando se han impuesto siete escaños sobre 171 –con la incomprensible aquiescencia de los diputados socialistas-, es qué instrumento de defensa nos queda a la sociedad civil para evitar un tácito cambio de régimen, un posible tránsito hacia una autocracia de facto.

La prerrogativa del Rey

La respuesta es muy sencilla. Lo más difícil ya se realizó con el pacto político-social de 1978. Ese pacto sirvió para desarrollar –y blindar- una convivencia en democracia. Ya no hay vuelta atrás sin otro consenso similar…o un golpe de Estado. Ese pacto, que alumbró la vigente Constitución nos ofrece –junto con los Tratados suscritos por España desde entonces- los mecanismos de protección de nuestro “Estado social y democrático de Derecho”. El primero de ellos, no se utilizó en su momento. El Rey no creyó conveniente aprovechar la prerrogativa constitucional del artículo 99 para proponer, o no, a un determinado candidato a presidente de Gobierno. Una vez malograda la investidura del candidato más votado, nada parecía justificar la designación de otro que sólo podía acreditar aún menos apoyos. Y si hubiera podido, o querido, acreditar mayor confianza parlamentaria, habría dado más razones al Jefe del Estado para desistir de esa propuesta.

De haber sido así, no hubiéramos contemplado el lamentable episodio de la investidura del candidato socialista. Pero el titubeo por parte de algunos medios y partidos a la hora de entender o justificar esa facultad regia tampoco ayudó mucho. La Corona simboliza (artículo 56 de la Constitución) la permanencia y unidad de España, en el marco de un sistema democrático que propugna como valores superiores de nuestro ordenamiento jurídico la igualdad, la justicia, la libertad y el pluralismo político. Era un hecho incontrovertible, por anunciado, tácita o expresamente, por los propios interesados, que la propuesta de investidura del candidato del PSOE iba a poner en riesgo tanto esos valores como la unidad de la Nación. Pero esa designación ya se ha producido. Estamos en el momento de afrontar –una vez consumada la investidura- las consecuencias de esa decisión.

Las medidas que nuestro ordenamiento contempla ahora para este nivel de riesgo son, fundamentalmente, tres. Y más drásticas, severas y efectivas; si se utilizan, claro.

Por un lado, la nulidad radical de todo acto jurídico o político contrario a lo establecido en la Constitución de 1978. Esta nulidad es ipso iure –se produce en virtud de lo que propugna la propia Constitución-; es decir, no es necesario solicitarla ni declararla para su eficacia. Así, cualquier ley o decisión política, en sí mismas, al igual que las consecuencias que se deriven de ello, carecerían totalmente de validez si fueran manifiestamente inconstitucionales, y eventualmente se hubieran desnaturalizado los medios para corregirlas que la propia Ley Suprema establece.

Las formas de materializar la nulidad ipso iure de las normas o decisiones políticas que buscan derrocar el régimen nacido de la Transición, las podemos encontrar en las utilizadas para hacer fracasar el intento de golpe de Estado en 1981

Esto significaría que el órgano que la Constitución crea expresamente para declarar la inconstitucionalidad –nulidad- de las leyes que contravienen los principios y valores, así como la propia letra del texto constitucional, debe ser consecuente con la función que debe desempeñar. No se trata sólo de una prerrogativa, como la asignada al Rey a la hora de proponer candidato a la investidura de Presidente de Gobierno; la función encomendada al Tribunal Constitucional es sobre todo una obligación, sujeta a responsabilidad.

Dicho de otro modo, si se llegara a esta grave situación, las formas de materializar la nulidad ipso iure de las normas o decisiones políticas que buscan derrocar el régimen nacido de la Transición, las podemos encontrar en las utilizadas para hacer fracasar el intento de golpe de Estado en 1981.

En aquel histórico ataque a nuestro Estado de Derecho, cuando estaban secuestrados los Diputados del Congreso y el Consejo de Ministros en pleno, actuaron ipso iure en defensa de la libertad y los derechos fundamentales la Corona y un órgano de Gobierno no expresamente reconocido como tal por la Constitución, el Consejo de Subsecretarios de Estado.

Alto nivel de riesgo

Si se alcanzara un nivel de riesgo donde la mayoría absoluta del Congreso de los Diputados, el Gobierno de la Nación y el Tribunal Constitucional se unieran para derogar o desvirtuar el régimen jurídico vigente, sólo -una vez más- la Corona y, ahora, el Poder Judicial –tercer gran poder del Estado, de momento no adulterado, aunque sí amenazado- tendrían la responsabilidad y las facultades para impedir la demolición de la democracia. De este modo, la no aplicación  de esas normas de naturaleza contraria a los valores y principios de nuestro ordenamiento haría inviable cualquier decisión o actuación política, legislativa, o del Tribunal Constitucional, en su caso, que atentara contra esos valores. Evidentemente, con el auxilio de la policía judicial, así como la garantía protectora del Rey, tanto como Jefe del Estado, como en su condición de Mando Supremo de las Fuerzas Armadas, en virtud de lo establecido en los artículos 8, 61.1 y 62 h) de la Constitución.    

La segunda solución sería confiar y esperar a que los ciudadanos se pronuncien a tiempo en un próximo proceso electoral, dando paso a un nuevo Gobierno respetuoso con el ordenamiento jurídico y, entonces, normalizar el funcionamiento de todos los órganos e instituciones, materializándose por esta vía la nulidad de todas y cada una de las normas contrarias a Derecho, así como de los efectos que de ellas se hayan derivado. Sin perjuicio de las responsabilidades que puedan exigirse.

Mientras tanto, el último recurso hay que buscarlo en la cuestión prejudicial, instrumento procesal de consulta al Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE), al servicio de todo juez o tribunal de justicia de cada país miembro de la Unión. Esta herramienta permite la paralización técnica de aquel procedimiento judicial que exija para su resolución final la aplicación de normas nacionales que el juzgador considere contrarias al ordenamiento europeo y, en su virtud, espere al pronunciamiento en ese sentido del órgano judicial de la UE.

Los titulares de la soberanía

Llegados a este punto, hay que advertir que estas tres vías de defensa de la Constitución no son en absoluto excluyentes, por lo que, los que tienen las prerrogativas constitucionales para su aplicación, pueden –y deben- llevarlas a cabo cuando la acción de cualquier Órgano o Poder del Estado lo requiera. La resolución o acción en defensa de los valores y principios constitucionales nunca sería subjetiva, ni sujeta a interpretación política, jurídica o ideológica. El fundamento se sustenta en la evidencia –si no seguridad- de una reforma o revisión de hecho de la Constitución si el Poder Judicial y/o la Corona no lo impiden, dictando las resoluciones o tomando las decisiones que el Estado democrático y social de Derecho les ofrece para evitar un cambio de régimen en contra -y en fraude- de la voluntad de los titulares de la soberanía.

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