En un acto organizado con motivo del Día de la Mujer, la ministra de Igualdad, Irene Montero, ha protagonizado uno de esos momentos en la trayectoria de una figura pública que hacen que los ciudadanos se froten los ojos con incredulidad ante la duda de que si lo que están viendo y escuchando es real o forma parte de una pesadilla. Rodeada de incondicionales, entre las que no podían faltar su colega de Gabinete, Ione Belarra, y su secretaria de Estado, Ángela Rodríguez Pim Pam Pum, Montero se levantó y, agarrada al micrófono portátil como quien blande un hacha de sílex, comenzó un extraño contoneo rítmico de resabios tribales acompañado de unas oscilaciones de cabeza propias de una enajenada y lanzó una serie de invocaciones sincopadas mientras su mirada perdida en el infinito completaba todos los síntomas del trastorno obsesivo-compulsivo. A la vez que su cuerpo cimbreante seguía con sus movimientos anteroposteriores y su cráneo subía y bajaba movido por los redobles de un imaginario tambor selvático, su voz de desagradable timbre y tono cortante soltaba una ristra de barbaridades en las que la más sucia obscenidad se mezclaba con el mal gusto más zafio.
Esta individua, surgida de las profundidades de un abismo estético y moral plagado de aberraciones conceptuales, excrecencias mentales y odios irracionales, soltó una delirante perorata sobre el sexo de las mujeres de sesenta, setenta y ochenta años y su hipotético derecho a disfrutarlo, así como sobre la realización de la coyunda durante el período menstrual. Semejantes excesos, que harían sonrojar a una meretriz decimonónica de taberna del puerto de Ámsterdam, sufrido grupo profesional célebremente cantado por Jacques Brel, eran escuchados y aplaudidos con arrobo por un conjunto de seguidoras fanáticas que, lejos de escandalizarse por semejante exhibición de vulgaridad y de carencia del más elemental sentido del decoro, parecían disfrutar del aquelarre en el que la ministra oficiaba de súcubo mayor.
Cabe imaginar lo que tantas dignas abuelas que, tras una larga y fecunda vida entregada al trabajo o al cuidado de sus familias y, muy frecuentemente, a ambos abnegados propósitos, hayan podido sentir al asistir a tan ofensiva mención a su sagrada intimidad y al verse vejadas por la sucia lengua de una presunta psicópata que se ha atrevido a erigirse en portavoz de millones de mujeres ejemplares que lo último que desean es que sus sentimientos o sus pensamientos, cuidadosamente mantenidos en el más delicado recato, sean manipulados públicamente de manera tan irrespetuosa como invasiva.
Están destrozando el mercado laboral, la educación y el presente y el futuro de miles de adolescentes, expuestos a una campaña inicua de teorías sexuales sin fundamento
Una de las consecuencias más dañinas del mandato de Pedro Sánchez y de su patológica carencia de escrúpulos ha sido la de incorporar al Gobierno a indocumentadas notorias que con sus disparatadas actuaciones están destrozando el mercado laboral, la educación y el presente y el futuro de miles de adolescentes, expuestos a una campaña inicua de promoción de concepciones antropológicas destructivas y de teorías sexuales sin fundamento que les condenan, si se dejan seducir por sus malignos efluvios, a la frustración, a la inestabilidad emocional y a la pérdida irreversible de su salud. Cada vez que de la sulfúrea boca de Irene Montero salen expresiones como “mujeres con pene”, “hombre con vulva” u otras atrocidades semejantes, muchas indefensas mentes impúberes pueden ser arrastradas a acciones sin retorno que las condenen a la infelicidad, a la confusión y al fracaso.
Es un deber ineludible de la nueva mayoría parlamentaria que presumiblemente se formará dentro de diez meses acabar con todos estos planteamientos dementes para volver a la sensatez, al respeto a la esfera personal en temas que así lo demandan y a la protección de nuestra juventud frente a escuelas de pensamiento contrarias a la naturaleza humana, alumbradas en la Francia de los setenta del pasado siglo por una pandilla de tarados intelectuales que, atormentados por sus propias limitaciones y perversiones, no hallaron otro camino de escape que contaminar con sus alucinaciones al resto del género humano. De ahí la perentoriedad de la tan traída y llevada batalla cultural, porque hay destrozos que la mera gestión, por competente que sea, no es capaz de recomponer.