Opinión

La docilidad del contribuyente catalán

El ciudadano de Cataluña es el que más sufre el acoso fiscal a dos manos: el central y el autonómico

  • El presidente de la Generalitat, Pere Aragonès. -

En una de sus escasas muestras de madurez, nuestra ciudadanía, que no olvidemos fue capaz de alzar al poder con sus votos a Sánchez y su irresponsable banda de socios, ha decidido aceptar el envite del Partido Popular y convertir la política fiscal en uno de los asuntos clave para la determinación de mayorías en las próximas elecciones. El Partido Socialista, acostumbrado a que el asunto no tuviera para ellos en el pasado un coste electoral significativo, no hizo caso al principio del malestar que se iba adueñando del sufrido pueblo contribuyente de todas las regiones de España, que veía en la tributación de la Comunidad de Madrid y, posteriormente, del resto de Comunidades bajo el gobierno del PP, un trato más justo y deseable del que estaban recibiendo de sus actuales gobernantes.

Fue Ximo Puig el primero que, viendo peligrar su silla en las elecciones de mayo del 23, abrió el fuego y, haciendo caso omiso de las directrices de nuestro insaciable Gobierno, decidió por su cuenta y riesgo bajar la tributación de los ciudadanos de Valencia, lo que generó un sálvese quien pueda en las Comunidades socialistas que, unas más y otras menos, se fueron apuntando a las rebajas. Tras el inicial pataleo, el Gobierno central no tuvo más remedio que resignarse a la evidencia, es decir, que los barones socialistas dirán y harán lo que sea necesario para ganar las próximas elecciones, aún a costa de contradecirse en sus propias políticas, siempre que la opinión pública les presione lo suficiente.

Muchos honestos comerciantes que necesitan para sobrevivir seguridad jurídica y respeto a la propiedad privada votan en masa a partidos como Junts o ERC


Al haberse producido este fenómeno de resistencia fiscal de forma general en toda España, resulta aún más inexplicable la docilidad del contribuyente catalán, uno de los que más sufre el expolio fiscal a dos manos, las centrales y las autonómicas. Es evidente que el gobierno de Pere Aragonès no siente la menor necesidad de modificar su fiscalidad porque no percibe, con razón, que la actual vaya a pasarle la menor factura electoral. ¿Cómo es esto posible? ¿Cómo una región con un tejido empresarial tan compacto como Cataluña asume sin protestas el perjuicio de pagar mucho más que casi la totalidad del resto de España?

Son preguntas cuyas respuestas rozan, como el mismo Procés, lo patológico. Tengamos en cuenta por ejemplo, que muchos honestos comerciantes que necesitan para sobrevivir seguridad jurídica y respeto a la propiedad privada votan en masa a partidos como Junts o ERC que no dudan en aliarse con los antisistema de la CUP, que por cierto ha concretado su política fiscal en una campaña con un gráfico eslogan que no deja lugar a dudas:  “Empecemos por un algún lado, comámonos a los ricos”, considerando ricos a todo aquel que viva de su trabajo y no de las ayuditas clientelares. El independentismo de dichos partidos los une por encima de su ideología, y aunque una parte radical del electorado asume contenta su empobrecimiento en pos de la presunta libertad del país, muchos otros votan a quienes les perjudican por pura inercia y por imposibilidad mental de actuar de acuerdo a sus intereses personales y familiares. Esto es lo que ocurre cuando una colectividad se demencia a la vez, que pierde la lógica y se perjudica a sí misma.

A lo mejor habría que desmantelar las embajadas en el exterior camufladas de oficinas comerciales y dejar de financiar una televisión autonómica con más empleados que las principales cadenas privadas nacionales juntas


Hablando del asunto hace unos días con un importante independentista que, por cierto, se beneficiaría mucho personalmente de una reforma fiscal en la línea del PP, se me quejó amargamente de que estábamos padeciendo las consecuencias de tener que costear competencias asumidas de las que la Comunidad de Madrid carece. “A  lo mejor tendríamos que devolverlas” acabó diciéndome sin darse cuenta de su íntima contradicción. Efectivamente, a lo mejor deberíamos devolverlas. A lo mejor deberíamos dejar de financiar estructuras de estado que duplican la administración y la vuelven cada vez más costosa e ineficiente. A lo mejor habría que desmantelar las embajadas en el exterior camufladas de oficinas comerciales y dejar de financiar una televisión autonómica con más empleados que las principales cadenas privadas nacionales juntas. A lo mejor tendríamos que dejar de considerar la administración autonómica como fuente de cargos, carguillos y carguetes para la creciente clientela independentista, a lo mejor se debería actuar, siguiendo la antigua terminología del Código Civil, con la diligencia de un buen padre de familia, o para adecuar la vieja fórmula a los nuevos tiempos, con la diligencia de un adulto responsable, antes de usar los recursos públicos para crear un país en vez de para gobernarlo. Pero eso no sucederá hasta que los políticos en el poder sientan en su nuca el aliento de un electorado maduro que ya no se deje engañar y decida defenderse.  Ese que, hoy por hoy, casi no existe en Cataluña.

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