Si digo generación sedada, digo generación pornográfica. Digo generación autoindulgente, victimista, identitaria. Digo generación ociosa, desconcentrada, individualista. Digo generación engañada. Digo mi generación. Pero también digo las anteriores.
Esto me ha llevado a muchas discusiones. Naciendo en el año 1995, ¿soy generación millennial? ¿Soy generación Z? No cabe duda de que me siento un nativo digital. Me muevo al ritmo zigzagueante y espídico de las nuevas tecnologías. Pero, también, recuerdo haber crecido sin ellas. Tengo la conciencia del papel, de la Interviú en las primeras masturbaciones, de andar sin móvil o, al menos, con uno que sólo permitía llamadas. Recuerdo más televisión que ordenador y juntarme con varios amigos para echar partidas a la PlayStation, en vez de enfangarse cada uno en el espejismo de compañías globales a través de un pinganillo. Musito la nostalgia de cuando no existían redes sociales, aunque todos nos lanzamos a ellas de cabeza cuando aparecieron. Inocentes…
La generación sedada es el producto de una sociedad sedada. Un marco de hiperfagia consumista que reniega de los sacrificios que exige lo perdurable
Revisando este impasse entre dos mundos, ese viejo que tardaba en morir y ese nuevo que nunca termina de aparecer dejando un eterno claroscuro de monstruos, me doy cuenta de que poco importa…
Sea de la generación que sea, son varias las que padecen las mismas patologías. Las que, ante el advenimiento del supermercado sexual de las apps, reniegan de la mortificante prueba de ser conocidos al enamorarse, creyendo que la felicidad está en la cantidad, y no en la calidad. Que la magia de la vida reside en acumular experiencias, viajes Erasmus y ferias de vanidades para lucir pistonudos en imágenes digitales diseñadas para su publicación online.
Generaciones que no han renunciado a la jerarquía de la sexualidad, vendiendo su liberalismo como un derecho y no como la agotadora batalla que machaca la autoestima de los perdedores, de cara a la santificación de la superficialidad. Colectivos radicalizados en negar la prostitución, ciegos por su judeocristianismo subconsciente a que la explotación rodea y sostiene nuestro sistema, haya o no polvo de por medio.
Generación sedada
Jóvenes, y no tanto, que se han atrincherado beneficiosamente en la victimización y el identitarismo para convertirse en los héroes de su tiempo. Personas que han visto en el discurso de lo individual frente a lo colectivo, de la sumisión total a los caprichos de su bienestar, desentendiéndose del resto, una cuña para entrar bien cargaditos de ego hasta la cocina de sus deseos. Ah, y que les sale a pedir de boca, vaya. Nadie les tose, no fuesen a ser acusados de verdugos corriendo el riesgo de la marginación.
Drogas, variopintas, químicas y chipirifláuticas, que a veces pasan por bajarse del mundo en vez de descubrir otros nuevos. Y otras, siendo de naturaleza social, como las anteriores, victimismo e identitarismo, que ayudan a aislarse de la realidad para encontrar consuelo en la reafirmación. En el Yo más pajero y pagado de sí.
La generación sedada es el producto de una sociedad sedada. Un marco de hiperfagia consumista que reniega de los sacrificios que exige lo perdurable. Que ansía carne vegana y humor sin ofensa porque no está dispuesta a pagar el precio de las cosas. Que escupe a los valores del pasado, quizás, quién sabe, por la inestabilidad que sostienen los de su progreso de salón y sonajero.
La sociedad narcotizada da a luz a vástagos sin ideología real, ni compromiso, pero terriblemente ideologizados y orgullosos de castillos en el aire por los que no darían, a la hora de la verdad, cuatro perras ni un ojo morado.
Así, en plan conclusión, se me ocurre que la vida es una teleoperadora muy avispada que nos lanza constantes ofertas irrechazables para disfrutarla. No son esas las que nos meten la morfina, sino aquellos sustitutos de lo esencial que buscan hacernos dóciles, limitados, previsibles.
¿Tenemos forma de escapar? ¿Un mecanismo definitivo para no estar domesticados por la narcotización? Lo veo crudo. Pero sí que podemos empezar por avivar el diálogo, cargarnos de sentido del humor, abrazar la autocrítica, alejarnos de la cobardía y arriesgarnos. Quizás, y en una muy moñas definitiva, abandonarnos a la cacería del amor. Supongo que deberíamos pensar más y actuar menos. Prestar atención. Y si por el camino podemos echarle un capote a alguien, dejarnos de esnifar el ombligo y tenderle la mano por instinto.
Sí, ese sería un buen comienzo.
Galo Abrain (Zaragoza, 29 de mayo de 1995) es escritor y periodista.