El próximo 2 de abril, los casanovistas de todo el mundo recordaremos el nacimiento de Giacomo Casanova en ese mismo día de 1725. Tres siglos después, Casanova, universalmente famoso desde que en 1822 se publicó la primera edición de sus Memorias en Alemania, es hoy una leyenda, un mito comparable al de Don Juan. De hecho, se dice del hombre galante y seductor que es un casanova, o bien un donjuán.
En el amor, sin embargo, poco tenían en común Casanova y don Juan de Tassis, conde de Villamediana, el galán que al parecer inspiró el personaje ficticio de Don Juan Tenorio. El primero era un seductor mediocre, el segundo, en cambio, “picaba alto”, según el rumor que le atribuía amores con la reina de España. Pero ambos coincidían en su pasión por los naipes, el lujo y la poesía, y quizás también, según John Masters, casanovista inglés, en su homosexualidad, que escondían tras sus innumerables conquistas femeninas. No tan innumerables, por cierto, en la cuenta de Casanova. El escritor Néstor Luján cifró en 122 el número de amantes que figuran con nombre propio o con seudónimo en las Memorias de Casanova, una cifra modesta si se considera que la obra abarca cuatro décadas de la vida del autor. En la ópera Don Giovanni, de Mozart, cuyo libreto es de Lorenzo da Ponte, amigo de Casanova, el personaje de Don Juan seduce, sólo en España, a más de mil mujeres: mille e tre, para ser exactos.
En ciertos pasajes de sus Memorias, vemos en Casanova a un hombre sensible, un poeta. En otros, a un canalla cuya leyenda no se corresponde con la realidad. Y la realidad la conocemos bien, y de su propia mano porque nos dejó una obra en la que se desnuda ante el lector para mostrarse tal cual es, aventurero, libertino, embaucador. Sin ser una confesión (no podía serlo, dice él, porque no se arrepentía de nada), y a pesar del tono desenfadado, admite haber cometido crímenes que, aun en una época tan depravada como la suya, habrían debido llevarlo a la horca, o al menos a las galeras. Los crímenes del amor, podría decir el marqués de Sade.
No hay en las Memorias, por más que Casanova afirme lo contrario, una sola historia de amor. La única mujer que quizás lo amó sinceramente fue Manon Balletti, a la que él nunca intentó seducir, o si lo hizo no lo cuenta en sus Memorias por respeto hacia ella. Casanova, a diferencia de Don Juan, cazaba en territorio propicio y buscaba las presas más fáciles. Prostitutas, muchachas pobres, cortesanas, aventureras, jóvenes seducidas y abandonadas luego a su suerte, o casadas por necesidad con hombres a los que despreciaban, actrices mal pagadas, esposas insatisfechas, monjas enclaustradas en contra de su voluntad. Su comportamiento con las mujeres que despertaban sus deseos, su lascivia, abarca todos los delitos imaginables. Pedofilia, incesto, violación, palizas a las muchachas que, tras recibir dinero de él, se le resistían.
Escribió en sus Memorias que toda mujer podía ser seducida con dinero o, como decía él, con atenciones constantes.
Escribió en sus Memorias que toda mujer podía ser seducida con dinero o, como decía él, con atenciones constantes. Pero esa estrategia no siempre le funcionó, y la fortuna que hizo estafando a los incautos que se cruzaban en su camino, incluidos algunos de sus amigos, la derrochó en sus maniobras de seducción. Esto lo distingue de Don Juan, un mito romántico, y del otro gran seductor, en este caso infalible, que nos ha dejado la literatura del XVIII, el vizconde de Valmont, libertino exquisito.
Escritor extraordinario
Entonces, ¿por qué la figura de Casanova ha fascinado a lo largo de los siglos a tanta gente de bien? Sin duda, porque fue un escritor extraordinario, con una obra fundamental.
Stefan Zweig lo comparó con Tolstoi y con Stendhal. Otro escritor, Valle-Inclán, por boca del Marqués de Bradomín, dijo que Casanova, a través de sus Memorias, era su padre espiritual. El cineasta Jean Renoir, en su película La gran ilusión, muestra el libro de Casanova sobre el escritorio de un aristocrático oficial alemán para dar a entender que es un lector culto y refinado.
En 2010, la Biblioteca Nacional de Francia se hizo con el manuscrito de las Memorias de Casanova, cuyo título original es Histoire de ma vie, por una cifra millonaria tan alta que, al exceder de los fondos de la institución, la obligó a pedir ayuda a un mecenas privado que ha preferido permanecer en el anonimato. Los diez legajos del manuscrito, en francés, lengua que Casanova escogió para sus creaciones literarias, se exhiben hoy, bajo un cristal blindado, en la sede de la Biblioteca en París.
El valor de esa obra póstuma de un libertino trotamundos y fanfarrón, declarada Tesoro Nacional de Francia por su Ministerio de Cultura, está fuera de toda duda y merece no sólo la admiración de los historiadores, que encuentran en ella un retrato minucioso de la vida en la Europa del siglo XVIII, sino también la del lector apasionado por los libros excepcionales, las joyas literarias que ayudan a entender el mundo y a profundizar en el conocimiento de la condición humana.
Casi todo lo que Casanova cuenta es cierto, o al menos eso dicen las indagaciones que a lo largo del tiempo han hecho decenas de casanovistas en los archivos y registros públicos de las ciudades que visitó el escritor. Pero, siendo hijo de comediantes y autor teatral, con una facilidad innata para interpretar distintos personajes según la ocasión y presentarse ante su audiencia del modo más favorable para sus intereses, conviene saber leer entre líneas para descubrir en sus Memorias al verdadero Casanova, al joven inquieto y ambicioso que salió de la Universidad de Padua con la intención de comerse el mundo, y que al final, convertido en un anciano pobre, enfermo y solitario, decidió escribir la historia de su vida para recuperar un pasado feliz y curar así su melancolía.
Tras 20 años de exilio, al final de sus grandes aventuras, y cerca ya del indulto que le permitirá volver a Venecia, escribe: Reconocí a mi pesar, y me vi obligado a admitir, que había perdido todo mi tiempo, y eso quería decir que había perdido mi vida. Y sin embargo, recuperándola en sus Memorias la hizo inmortal. Si no somos capaces de perdonarle sus excesos, hemos de agradecerle al menos el regalo que nos dejó a cambio de nada, porque esa obra, publicada después de su muerte, no le dio en vida lo que él más deseaba, la fama, el prestigio y la fortuna.
"Viví como un librepensador y muero como un cristiano". Fueron sus últimas palabras, antes de morir en la soledad de su último refugio, el castillo del conde de Waldstein en Bohemia. Si no son una muestra de arrepentimiento, se le parecen mucho.