Saco este atributo a flote a cuenta de una observación. Verán, Ray L. Birdwhistell afirmaba que en el acto social de intercambiar mensajes solemos mover los ojos, contraer músculos de la cara, pestañear con cierta cadencia, ladear la cabeza hacia un lado, etc., además de articular palabras, naturalmente. Al conjunto de estos y otros movimientos gestuales este antropólogo norteamericano lo denominó ‘cinética’, ciencia comunicativa basada en la expresión corporal.
Recordemos que cinética procede, igual que el vocablo ‘cinematografía’, del término griego kinesis, que significa movimiento. Pues bien, estando en la provincia canadiense de la Columbia Británica, Ray L. Birdwhistell se dio cuenta de que los miembros de la tribu amerindia kutenai se movían de forma distinta cuando hablaban en kutenai que cuando conversaban en inglés. Al principio, y por cuestión de prejuicios, creyó que los kutenai estaban imitando al hombre blanco angloparlante. Sin embargo, Birdwhistell percibió su error y se dio cuenta de que en todo lenguaje hay una interdependencia entre los sonidos de las palabras y los aspavientos de nuestro cuerpo, de que existe “una relación sistemática -esto lo escribiría en su libro El lenguaje de la expresión corporal- entre el comportamiento comunicativo audible y el visible”.
Resulta muy interesante el descubrimiento de este antropólogo, porque desvela cómo tejemos danzas de gestos corporales en el momento de relacionarnos con los demás a través de lenguaje oral. Pero, ¿qué pasa, con el uso de las distancias? La respuesta la facilita Edgar T. Hall que fue el descubridor de la proxémica. Esta expresión, ‘proxémica’, que deriva de la voz latina proximus, va referida al trato que mantenemos con las personas a través del uso del espacio. Dicho en román paladino: según sea la distancia que separa (o no) a los individuos estaremos al corriente de si su relación es íntima, personal, social, lejana, etc.
El uso del lenguaje activa y pone en juego muchos más elementos de lo que nos imaginamos.
Las ideas de Hall estarían presentes en las investigaciones de Augustus F. Kinzel. Y para demostrar cómo la proximidad corporal puede constituir en situaciones determinadas un factor psíquico desestabilizador, realizaría un experimento con convictos voluntarios, ocho de los cuales tenían antecedentes violentos; siete, no. El experimento era muy simple. Primero, colocaba al preso en el centro de una habitación pequeña y vacía. Y mientras Kinzel se acercaba lentamente hacia él, el recluso tenía que comunicar el momento en que se sentía amenazado por su presencia. Con esta información Kinzel, que para más señas era psiquiatra, pudo demostrar la existencia de una zona amortiguadora o, lo que es igual, pudo constatar que los seres humanos tenemos un territorio corporal de seguridad cuya amplitud varía de unos sujetos a otros y, claro está, de unos encarcelados a otros.
El perímetro corporal que necesitaban salvaguardar los violentos era el doble que el de los no violentos. Y no solo eso. Los presidiarios más agresivos (que reaccionaban con sobresalto cuando Kinzel se les acercaba a casi un metro de distancia) señalaron que se sintieron amenazados ante la presencia de Kinzel o, incluso, creyeron que este médico se iba a arrojar sobre ellos.
En conclusión, el uso del lenguaje activa y pone en juego muchos más elementos de lo que nos imaginamos. Y es que el tono de la voz, el empleo de las distancias, la gesticulación y…, por supuesto, lo que decimos o callamos conforman el enorme, el gigantesco minué de la comunicación humana.