Cultura

Édouard Louis: "Quienes dicen que las palabras duelen es porque nunca han recibido una paliza de verdad"

Adolescente homosexual en el seno de una familia del lumpemproletariado francés. A sus 16 -y tras infinidad de golpes- lo dejó todo atrás. Cambió de nombre y de vida. El joven Édouard Louis muestra la faceta más intolerante de Francia en su libro 'Para acabar con Eddy Bellegueule', un libro que se convirtió en superventas y que ahora publica en España el sello Salamandra.

  • Édouard Louis, el nombre que ha enterrado definitivamente su verdadero nombre, Eddy Bellegueule.

Su padre era demasiado hombre como para aceptar normas. Por eso no estudió ni conservó su puesto de obrero. Su madre, que amasaba la idea de ser cocinera, tuvo que conformarse con la noticia de un embarazo –el tercero, pues ya traía dos de una relación anterior-. Así que no le quedó más remedio que parir  al crío en un sofá lleno de pelos de perro. El niño en cuestión, Eddy –bautizado así por las películas que veían en casa-, no fue nada de lo que esperaban de él: no fue un tipo duro de esos que parten la cara a otros –él más bien sorbió a la vez ostias y esputos ajenos-; tampoco fue corpulento, sino un flacuchento y afeminado niño que, dieciséis años después, decidió marcharse de casa, cambiar de nombre y de paso, escribir una novela al respecto. Aunque eso fue secundario. "Antes de que yo me alzara contra el mundo de mi infancia, el mundo de mi infancia se había alzado contra mí".

Su padre era demasiado hombre como para aceptar normas. Su madre se conformó con parirlo en un sofá lleno de pelos de perro

Para poder sobrevivir, uno acabó con el otro. Ésa es la vida que Édouard Louis (1992) narra en las páginas de Para acabar con Eddy Bellegueule, una novela publicada en Francia en 2014 –justo un año después de terminar la carrera de Sociología en París y cambiar de nombre- y que rápidamente se convirtió en un best seller.  Ahora el libro llega a España editado por el sello Salamandra. Sobre esa historia habla este joven de aspecto hipster y modales urbanos. Alguien en el que sería imposible distinguir un rasgo del chico que creció, a mediados de los noventa, en una familia lumpemproletaria de un pueblo al Norte de Francia.

"No, espera, esta foto no", dice el propio Édouard Louis –antes Eddy Bellengueule-. Aprieta él mismo el icono de la papelera en la pantalla del teléfono y, entonces sí, se prepara para posar de nuevo. Entretanto, aporta algunas sugerencias. “Mejor desde abajo, ¿no crees?”.Finalmente, Édouard Louis mira el resultado. “Sí, ésta sí (…) ¿Sabes, qué ocurre? Es la nariz. No luce bien fotografiada desde arriba”.

Educado, inteligente y sosegado, casi tanto como su prosa brillante y mordaz, Édouard Louis habla de su ciudad y su familia como si de un universo extinto se tratara. Años y años escuchando a su madre gritar enloquecida ante la televisión -siempre encendida-  o viendo a su padre zurrar a los parroquianos parecen haberse intelectualizado en estas páginas. Y, sin embargo, algo de aquello regresa como un oleaje.

"Quienes dicen que las palabras duelen o hieren, es porque en verdad jamás han recibido una paliza". Lo dice alguien que recibió unas cuantas a manos de sus compañeros de colegio, a los que nunca denunció e incluso protegió con su silencio. Aceptar que le zurraban habría supuesto confirmar sus sospechas, las de ellos y las de su entorno: “Bellegueule es un marica porque le pegan”.

Escrito a la manera de una colección de estampas, Para acabar con Eddy Bellegueule, compone el enorme mosaico de una sociedad incapaz de tolerar aquello que es distinto: al inmigrante, al negro, al débil, al árabe, al demasiado delgado o demasiado culto, al enfermo, al malformado. Como si todo aquello cuanto no resulta familiar fuera a parar al saco de la golpiza, el rechazo o la negación.

"Quienes dicen que las palabras duelen o hieren, es porque en verdad jamás han recibido una paliza"

-Más que una novela sobre la homosexualidad, la pobreza, la exclusión o incluso sobre la incomprensión, ¿es esta una novela sobre la violencia?

-Sí, es el hilo conductor. Quise utilizar la violencia como material para componer una historia en la que cupiesen todas. Siempre me impresionó ver cuánta violencia permanecía contenida en nuestras vidas, cómo se expandía, se heredaba…

-Claro, pero no en cualquier vida:  en la suya. La de quien narra con la clara idea de estar contando la historia propia, aunque superada, ¡pero suya!

-Como todo, hay vidas más violentas que otras, y la mía fue así. Pero lo que quería señalar era justamente eso: el aspecto individual de todas las violencias que padecemos. No creo que algo sea universal por el solo hecho de su evocación. La violencia nos resume a todos. La forma en que ella nos construye: la violencia del otro, de los discursos, de las relaciones, los afectos…  y que nos señala con el dedo, ya sea como mujer, como maricón, como árabe, como negro, como pobre. Todos sentimos esa violencia atravesándonos.

-Lo que resulta sorprendente es leer cómo la Francia que usted retrata, en plenos años noventa, se revela tan intolerante, industrial, empobrecida, xenófoba…

-La violencia existe en todas partes, pero hay contextos en los que se expresa con más fuerza. Por ejemplo, la que se genera en los estratos del lumpemproletario. Esta clase está totalmente ausente, resulta invisible en todos los discursos: desde el político hasta el literario. Por eso asombra. Nunca hablamos de esta gente –resulta extraño que el ahora Édouard Louis se refiera a su vida anterior como si de otra galaxia se tratara-. Lo que me dio la energía para escribir este libro fue justamente la rabia que se respiraba y que empujaba ese ambiente.

-Se marchó de casa a los 16. Comenzó a escribir a este libro a los pocos años. El asunto es complicado, porque ésta no es una novela de catarsis, es  tremendamente política, casi activista. 

-Luego de leer algunas obras de sociología y filosofía comencé a ver mi infancia desde otros ojos. Digamos que la descubrí después de que ocurriera. Hablamos de violencia, ¿no? Hubo muchas cosas que, descritas en esos libros, eran exactamente lo que vivía de niño, pero entonces no me parecían violencia. Eso era la vida… y punto. Si no había dinero para comprar comida, mi madre nos servía un vaso de leche. Eso me molestaba entonces, claro, pero nunca me planteé que fuera violento en sí mismo. Todo eso me empujó, años después, a tener una visión política de mi propia infancia. Los gritos de mi madre, las palizas, hasta las lágrimas de Eddy Bellegueule me parecieron políticas. Cuando era un niño, no llegaba ni a planteármelo.

"Los gritos de mi madre, las palizas, hasta las lágrimas de Eddy Bellegueule me parecieron políticas"

-En su libro, los marginados ejercen segregación y violencia. Su madre se jactaba del hecho de que usted era “un chico educado, no como los argelinos y los moros”.

-Sí, pero esa violencia que se ejerce contra todo cuanto no es familiar tiene sus causas. Proviene de la marginalización. Es exclusión, dominación social. Proviene del capitalismo, del Estado, de la falta de oportunidades… Cuando eso atraviesa tu vida día a día, minuto a minuto, que todo sea violencia y humillación, como los personajes del libro, al final reproduces esa violencia de otra forma.

-Resulta impresionante que la violencia que usted retrata sea tan corporal, tan directa, tan colectiva... en la Europa del siglo XX.

-Es lo que trato de explicar: esa violencia se reproduce de una generación a otra y otra y otra.  Y no es una cuestión de países, sino de clases sociales. La exclusión social existe en muchas partes, especialmente en Francia, aunque eso parezca extraño. España, que es católica y en principio más conservadora, no llega a ser tan cruel con la inmigración como Francia.

-La violencia no está en los individuos sino en el sistema, plantea. ¿Justificación o explicación?

-Más que una justificación es una excusa, en el sentido del latín: ex –cousa, encontrar aquello que está fuera del individuo. Precisamente porque no la justifico, insisto en que aquello que está fuera del individuo es más pesado y hay que entenderlo. Si no entendemos eso, estaremos actuando en los efectos y no en las causas de la violencia.

-Perdone, quizá me equivoque, pero la violencia que ejercen las mujeres en su libro es más directa

-¡No, no, no! ¡Te equivocas! Las mujeres no golpean a nadie …

"¿Qué ocurrió en la vida de mi padre para hacer que él reaccionara así? No lo sé, pero tengo que descubrirlo"

-No, pero su discurso es aún más agresivo

-¡No, no, no! –insiste-. Son violentas porque forman parte de ese mundo, pero son a la vez víctimas y ejecutoras de la violencia en la que viven. Una violencia que las anula. Pero, al mismo tiempo, son mucho menos violentas, porque ellas no golpean. Quienes dicen que las palabras duelen o hieren, es porque en verdad jamás han recibido una paliza. Ahora, de adulto, la gente me llama maricón. Bien, eso hoy no me importa. No se compara, ni por asomo, a que te den una golpiza por el mismo motivo. Por supuesto, existe una violencia simbólica que permite y conduce a la violencia física, pero hay que pensar ambas a la vez.

-Su madre y su padre tuvieron reacciones distintas con el libro. Ella  dijo que todo era mentira y dijo no querer saber nada de usted; su padre compró 25 ejemplares y dijo sentirse orgulloso. ¿Cómo entender eso?

-No estoy seguro de que mi padre haya leído el libro, porque para él es muy difícil hacer algo como leer. Pero incluso, sin leerlo… pudo haber escuchado de qué trataba. Lo que resulta interesante es que, independientemente del condicionamiento social, pueden existir reacciones distintas. No tengo respuesta a tu pregunta, porque me resulta realmente difícil, pero pone de manifiesto eso: ¿por qué gente signada por un mismo determinismo puede tener reacciones tan distintas? Y de ahí viene la idea central: ¿De qué manera podemos ayudar a sortear ese determinismo? ¿Qué ocurrió en la vida de mi padre para hacer que él reaccionara así? No lo sé, pero tengo que descubrirlo.

-¿No ha hablado con ellos desde que se publicó el libro?

-Con mi padre. Me llamó por teléfono, lo escuché tan amable…

-¿Ha vuelto a su ciudad?

-No he regresado, tampoco me lo he planteado. Mi hermano mayor dijo que si volvía a verme, me mataría. Y él es extremadamente violento, un hombre peligroso.

-La cultura y los libros no formaban parte de su infancia…

-No teníamos un solo libro en casa…

-Pero, entonces, ¿cómo elaboró esta idea de salir, de reinventarse escribiendo?

-Mi prioridad era salir, volar, escapar. Entre la disyuntiva: ¿qué quieres, quedarte y ser el tío más duro y masculino de todos estos o ir a estudiar? Sin pensarlo, me fui. Yo ni siquiera leía, mucho menos pensaba en escribir. Estudié y comencé a formarme. Entonces leí Retour à Reims (2009), un libro de Didier Eribon sobre su vida y su infancia siendo un niño gay de clase obrera. Al leer su historia experimenté el deseo de escribir, hizo que tuviera fantasías sobre mi vida. Pensé: somos iguales. Pero no era verdad, nuestras vidas eran completamente distintas.

-¿Qué edad tenía?

-Casi 18. Entonces pensaba: todo lo que sé lo he aprendido con mi familia. En el fondo, huyendo, mi vida ha terminado. Cuando leí ese libro, miré hacia atrás y me di cuenta de que mi vida apenas comenzaba.

-El nombre Eduard Louis enterró al de Eddy Bellegueule,  pero el nombre no son sólo letras. Ahora que existe como Eduard Louis, ¿conserva algo de su extinto yo?

- Sí, algunas cosas. Conservo trazas de este pasado pero soy afortunado para identificarlas. Cuando era niño, lo que más recuerdo era el enfado: mi madre gritaba frente a la televisión… gritaba y gritaba. Y nunca sabíamos qué hacer con esos gritos, con aquella rabia. Conservo ese enfado, esa ansiedad, esa violencia. Pero fue la fuerza irracional de aquellos gritos lo que me llevó a escribir Para acabar con Eddy Bellegueule.

 

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