Quizá la principal objeción planteada contra el distributismo, cuyos rasgos expusimos en nuestro anterior artículo, sea su supuesto carácter utópico. Sabemos de muchos a quienes, en efecto, les agrada la idea de una propiedad distribuida ―la propiedad, como el estiércol, sólo es fecunda cuando se reparte ordenadamente―, pero que no terminan de estimar posible su concreción. En realidad, la crítica, que parece tan juiciosa, no puede antojársenos más desatinada: cabría hacérsela a cualquier propuesta económica algún tiempo antes de su aplicación. Si a un campesino del siglo XIII le hubieran dicho que, andados los siglos, se impondría un sistema económico que dividiría a los hombres en un puñado de propietarios y en una masa de proletarios, habría respondido con una mueca de incredulidad. Si a un aristócrata ruso de la primera mitad del siglo XIX le hubieran advertido del próximo advenimiento de un régimen que colectivizaría los medios de producción, habría esbozado una sonrisa condescendiente como la que esbozamos ante el loco que nos abruma con sus cavilaciones. Las 'utopías' de hoy son los statu quo de mañana.
En rigor, si los críticos hubiesen leído a los autores distributistas con una mínima atención, nosotros podríamos habernos ahorrado este artículo y haber consagrado nuestro tiempo a la defensa de causas más difíciles. A diferencia de los ideólogos modernos, que traman sus teorías y luego moldean la realidad a imagen de éstas, que anteponen lo lógico a lo ontológico, Chesterton y Belloc aprehenden la realidad antes de enunciar sus teorías. En su caso, lo real prima sobre lo mental. Proponen una distribución de la propiedad porque ya se ha demostrado posible y buena y porque ya ha tenido lugar en momentos concretos del devenir humano. ¿Cómo negar la viabilidad del distributismo, cuando el distributismo ya ha sido viable?
El ejemplo de la Baja Edad Media
Como explica Belloc en su clarividente obra El estado servil, en la Baja Edad Media la mayoría de los campesinos poseía, de facto, la tierra que cultivaba, los instrumentos con los que lo hacía y buena parte del fruto de su labor. Si bien había de rendir los tributos pertinentes al señor de turno, éstos eran casi simbólicos y no le impedían dedicarse a otros quehaceres: "Si a finales del siglo XIV, pongamos por caso, o a principios del siglo XV, hubiéramos visitado a algún caballero en su fundo de Francia o Gran Bretaña, nos habría dicho señalándolo en su totalidad: 'Ésta es mi tierra'. Pero el labriego habría podido decir también de su heredad: 'Ésta es mi tierra'. Y, en efecto, no podía ser desalojado de ella. Los tributos que la costumbre le obligaba a pagar no eran sino una fracción de la producción total. No siempre podía venderla, pero siempre pasaba como herencia de padre a hijo; y, en general, al término de este largo proceso de mil años, el esclavo se había convertido en un hombre libre en todo cuanto se refería a las actividades ordinarias de la sociedad. Compraba y vendía, ahorraba lo que quería, edificaba, construía desagües a su arbitrio y, si introducía mejoras en la tierra, eran en su propio beneficio".
La idea que subyacía a las asociaciones gremiales es la del indisociable vínculo entre libertad y bien común
En las incipientes ciudades, instituciones hoy extintas como los gremios velaban también por la distribución de la propiedad. Como señala Belloc en su ya citado ensayo, estas corporaciones estaban compuestas por personas consagradas al mismo oficio y procuraban impedir la competencia entre ellas; esto es, el enriquecimiento de unas a expensas de otras: "Sobre todo, el gremio custodiaba con el máximo celo la división de la propiedad, de modo que en sus filas no se formaran proletarios, por una parte, ni capitalistas monopolizadores, por otra", sentencia el escritor. La idea que subyacía a las asociaciones gremiales, quizá inasumible para la posmodernidad liberal, es la del indisociable vínculo entre libertad y bien común, la de que un hombre concreto no debe violentar con su libertad el orden de la comunidad en la que habita.
Una concepción errónea de la historia
Llegados a este punto de la argumentación, alguno de nuestros objetores podría replicarnos que él no niega la viabilidad del distributismo así, en general, sino su viabilidad en el Occidente del siglo XXI, dadas las condiciones existentes. Convenimos con él, al menos en cierto sentido. Por supuesto, no creemos que la civilización occidental vaya a devenir distributista en cuestión de años, quizá ni siquiera en cuestión de décadas; la inercia y algunas costumbres bien arraigadas lo impedirían. Sin embargo, sí consideramos que puede acercarse al ideal distributista paulatinamente, como un hombre extraviado que va corrigiendo su carácter para aproximarse más y más a lo que debería ser.
Chesterton y Belloc no son dogmáticos con el modo; sí lo son con el ideal
Tras el rechazo del distributismo por inviable entrevemos una concepción equivocada de la historia, la sospecha de que ésta evoca una impetuosa corriente que discurre ajena a la voluntad humana. Sin embargo, sabemos que la historia no es una fuerza ciega, sino la expresión concreta de la voluntad de muchos hombres y de una providencia que los inspira. Los seres humanos no están trágicamente sometidos a dinámicas y procesos que escapan a su control. Al contrario. Pueden detenerse y cambiar de rumbo si intuyen un precipicio ante ellos o apresurar el paso si lo que columbran es un edén. Haber nacido en una civilización capitalista no implica de ningún modo el inexorable destino de morir en ella.
"Por el amor de Dios, no les digáis que no hay forma de escapar de la trampa a la que vuestra locura les ha conducido; que no hay camino excepto el camino por el que les habéis llevado a la ruina; que no hay progreso excepto el que ha terminado aquí", clama Chesterton en Los límites de la cordura.
Pero ¿cómo? Como haga falta
Una vez aclarada la posibilidad de que el distributismo advenga, es legítimo que alguien se pregunte cómo lograrlo. No nos corresponde a nosotros, balbuceantes plumillas, responder ese interrogante. Tampoco lo hicieron Chesterton y Belloc; al menos no con el detalle, con la minuciosidad que exigiría un economista. Tal vez se requiera una intervención más activa de las fuerzas estatales, tal vez baste con dar rienda suelta ―¡aún más!― al mercado. Tenemos algunas intuiciones al respecto, pero son tan tímidas, tan oscuras, que preferimos ahorrarle al lector el tedio de conocerlas.
Además, la peculiaridad del distributismo radica precisamente en que no atañe tanto a los medios como al fin, en que, al tiempo que señala la meta ―una propiedad justamente distribuida―, se despreocupa de trazar el camino que uno debe recorrer para alcanzarla. Chesterton y Belloc no son dogmáticos con el modo; sí lo son con el ideal. Se trata de cimentar una comunidad en la que los medios de producción estén justamente repartidos, una comunidad organizada de tal modo que el hombre corriente pueda, como ya dijimos, participar de la actividad creadora de Dios en la medida de sus limitadas posibilidades. Cuanto más se corresponda nuestra realidad con ese ideal, más cerca estaremos de vivir como humanamente debemos.