Leer los grandes libros está de moda. Al menos está de moda decir que hay que leerlos. Pero no es fácil disfrutar con los clásicos. Lo valioso suele ser difícil. Es verdad, pero no siempre lo que cuesta un riñón tiene sentido.
Leí en su día el Infierno –en una edición terrible– en mis viajes en La Llorente durante el bachillerato. Dos o tres años después, leía –ya en el metro– La montaña mágica de Thomas Mann. Abandoné toda esperanza con Dante, pero llegué hasta la cumbre con Hans Castorp en las nieves de Davos.
Este verano, he retomado la Comedia, lápiz en mano. A cada página se ofrecen versos, imágenes, metáforas, sugerencias, verdades, citas memorables, moniciones que ilustran, emocionan y realmente mueven a desear ascender hacia ese amor que brilla en los ojos de Beatriz. Pero no se le ahorran a uno la fatiga, el tedio, el desfondamiento. En el viaje del poeta, cuanto más sube, más ama y más ligero es su camino. Y en el Purgatorio hay muchos pasajes donde uno tiene la impresión de ser llevado en volandas con ese ritmo, y casi puede oír los cantos que alivian las penas y prometen alegrías futuras. Pero esa progresión no acompaña siempre durante el Paraíso, cuyo universo simbólico nos resulta más ajeno.
En paralelo, un amigo me narraba sus arideces estivales con La montaña mágica. No diré que yo le hacía de Virgilio. Sí me consta que tenía su Beatriz. Pero acudía a mí como si estuviera atravesando un purgatorio, asaltado por las dudas de si no se trataría de un infierno sin fondo. Yo le recordaba un principio de la teología moral más segura: no hay ninguna obligación de acabar un libro después de empezado (“nemo cogitur librum legere usque ad finem, etiamsi inceptus”). Incluso me atreví a tentarle –a sesenta páginas de la cima– con rendir sus empeños, en un gesto de emancipación frente al canon.
Porque el pobre hombre no encontraba más que cantos secos quebradizos, ni siquiera agudos. Su relato parecía aquella áspera Subida de San Juan de la Cruz al Monte Carmelo: en la ladera nada, nada, nada. Y en el monte, nada, nada, nada. Una noche oscura del alma con el ladrillo de Mann bajo el brazo, en un acto de obediencia a la tradición perinde ac cadaver que solo aprobaría el mismísimo Naphta, esa caricatura de jesuita anti-ilustrado.
Gozar y sufrir los clásicos
Este sentido del deber refleja bien lo que supone un clásico. Con gusto o a contrapelo, solo podemos leer los clásicos en espíritu de obediencia. Si lo hacemos por elección arbitraria, como expresión de una preferencia subjetiva, sutilmente los reducimos a mercancía cultural, a expediente para una experiencia estética o intelectual subjetiva, en sí misma irrelevante. Si ese fuera nuestro criterio único, abandonaremos progresivamente los grandes libros, porque el emotivismo expresivista nos introducirá en una espiral descendente hacia la banalidad estética y el eructo moral.
Leer o no leer clásicos no es una simple decisión individual, sino una acción de relevancia comunitaria, cultural y política
La tradición nos lleva de la mano, como Virgilio, como Beatriz. Ahora bien, insertarse en una tradición es incompatible con la obediencia ciega. Hay, sí, una presunción en favor de lo heredado, pero no es res iudicata. Una vez coronada la cima, nos corresponde mirar en derredor y hacer nuestro propio juicio: ¿ha valido la pena el esfuerzo? ¿Sigue siendo capaz de iluminar nuestra existencia? ¿De qué formas pone el clásico en cuestión mi época y mi vida? ¿En qué lo hemos superado, si es el caso? Y, en consecuencia, comunicarlo a los demás, a las siguientes generaciones. O expurgarlo de nuestras bibliotecas –al menos, de nuestras bibliografías– como hicieron el cura y el barbero, ahorrando esa vía muerta a los demás. Nada tiene en común esta criba con la censura de la cancel culture. La alternativa es el tradicionalismo acumulativo, o el subjetivismo mercantilista y sentimental.
Leer o no leer clásicos no es por tanto una simple decisión individual. Es una acción de relevancia comunitaria, cultural y política. Quien lee y comparte no transmite algo inerte y mudo, sino vivo y elocuente. Por cierto que también contribuye de modo decisivo a la tradición de los grandes libros el que sugiere que a una obra le ha llegado la hora del fuego o del archivo, porque ya no le corresponde el privilegio de ver sus cubiertas gastadas por las ávidas manos de las generaciones lectoras.
Dante, ya sin la mediación de Virgilio ni de Beatriz, consciente de que sus “propias alas no bastaban”, exclama al final del Paradiso: “ya mi voluntad y mi deseo / giraban con la fuerza del amor / que mueve el sol y las demás estrellas”. Dejarse guiar le había valido la pena; escribirlo para la posteridad era el testimonio consecuente. Hasta hoy, quien le sigue –aun con esfuerzo– vibra con la hermosura de los ojos de Beatriz en los que se refleja la luz eterna, y enciende el deseo de “alzar los ojos al amor primero”.
Hans Castorp –“un hombre mediocre, eso sí, en uno de los sentidos más honrosos del término”– no consigue elevarnos por encima de esta época, que “a pesar de su agitación, en el fondo está falta de objetivos y de esperanzas, (…) sin perspectivas y sin rumbo”.
“Parturient montes, nascetur ridiculus mus” (la montaña parió un ratón ridículo), podría haberme escrito mi decepcionado amigo desde la sofocada cumbre.
Ricardo Calleja es 'lecturer' del departamento de Ética Empresarial de IESE Business School