Cultura

“Unas cuantas calles”: el orgullo de barrio en el Madrid del final de Franco

Entre fútbol, el despertar al sexo y las miserias de puertas para dentro en las casas de la clase media-baja, esta novela recorre la geografía sentimental de un joven y un pedazo de Madrid mientras España intentaba poner fin a 35 años de dictadura

  • “Unas cuantas calles”: el orgullo de barrio en el Madrid del final de Franco

“Esta novela habla de aquella época que marcó la vida, las costumbres y la forma de pensar de un par de generaciones y, posiblemente, determinó la de las posteriores. Unos años trepidantes en los que la política, el sexo, la cultura y la libertad entraron en las venas de los españoles para cambiar sus mentes y sus músculos, para modificar los genes de este viejo país y convertirlo en uno de los más atrevidos de Europa en apenas unos cuantos años”.

Así resume Juan Francisco Polo (Madrid, 1957), periodista y autor de varias obras de Comunicación, en el prólogo de 'Unas cuantas calles' (Editorial Caligrama) una novela que, en solo un domingo de mediados de los setenta, recoge la vida de toda una generación de barrio mientras dentro y fuera de los límites de esas calles agonizaban 35 años de dictadura.

"Unas cuantas calles", por Juan Francisco Polo

Por las páginas de 'Unas cuantas calles' discurren, desde el amanecer de un domingo de abril, el joven comprometido con el PCE, el currela atado a la cadena de montaje de la Talbot, el hijo de la portera que sueña con triunfar en el cine o el teatro para dar a su madre y su hermana con síndrome down al menos un piso con baño (y tras cuya identidad ficticia se esconde la vida real de la mitad de Martes y Trece…).

Una España que cada domingo se miraba en el espejo luminoso de 'la Casa de la Pradera', aquel pueblo del Oeste idílico, inalcanzable”

Polo, que se define como profundamente “de barrio”, recorre la geografía de sus calles del Madrid de clase media baja -entre la estación de Atocha y la de Delicias- con el hilo conductor del despertar al sexo –mucho sexo- y la política, sin más guía que la curiosidad y el consejo atropellado de los amigos.

Salpicada del cheli que fue el idioma de toda una generación de madrileños –salir de najas, jeró, achantar la mui, la piba, titi o tronca, la madera, la argenta o la bisuta- la novela recorre en una sola jornada una época donde las únicas fake news eran las fanfarronadas con las chicas, y no había más redes sociales que los bares y tabernas hoy desaparecidas entre cortos y vermús: Las Tiendas Rojas, El Recreo, El Club

Domingos de fútbol con Carrusel Deportivo y la voz de Vicente Marco –“mi barrio era rojiblanco hasta lo más profundo. Rojiblanco y antimadridista. Mis convicciones blancas maduraron y se fortalecieron en aquel clima de franca hostilidad… Pero el fútbol, el juego más hermoso, se metió en mi vida para no abandonarme nunca”- y de “La Casa de la Pradera” –“una España que cada domingo se miraba en el espejo luminoso de aquel pueblo del Oeste idílico, inalcanzable”- mientras entre las diminutas casas se vivía entre la miseria de los derrotados, las estrecheces, la paella humilde y el cocido del domingo y los sueños de escapar entre posters del Che y las hazañas de Urtain.

Al barrio hay que volver de vez en cuando, aunque de esas calles hayan desaparecido casi todas las bodegas, los bares y, por supuesto, los billares. Hay que volver para recordar de dónde se viene"

Cualquiera que, como Polo, se considere chico de barrio se identificará entre los billares del Jeromo, se reconocerá intentando tocar pelo en un guateque en casa del más pringado, entre experimentos con aspirina y Coca-Cola, y acabará reconociendo al amigo bala perdida que se pasó de la raya y nunca pudo salir del barrio porque acabó muerto…

El balcón de la abuela

Al barrio hay que volver de vez en cuando, aunque de esas calles hayan desaparecido casi todas las bodegas, los bares y, por supuesto, los billares, y ya no haya niños en las canchas cuidadas donde antes solo había asfalto. Hay que volver para recordar de dónde se viene. En el caso de Polo, con su trasunto Max al que una vecina llama en un guiño "Paquito", recordar aquel “balcón de General Lacy” y volver a sentir las raíces en la figura de la abuela, “un personaje central de aquellas calles, de aquel barrio, de aquel pedazo de Madrid… que me enseñó a caminar por el lado recto de la vida”.

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