Decía Luis Sepúlveda que el deber de un exilado era seguir viviendo. Cumplió con ese deber hasta este jueves, cuando se ha conocido su muerte a causa de la Coid-19, a los 70 años. Nacido en Ovalle, Chile, en 1949), conoció de cerca la experiencia de la desolación, el exilio y la soledad.
Militante del Partido Comunista, sufrió en sus carnes la represión contra quienes se resistieron a la dictadura. Después del golpe militar encabezado por Augusto Pinochet, Sepúlveda estuvo detenido en el Regimiento Tucapel de Temuco. En 1977 abandonó Chile, estuvo en Buenos Aires, luego pasó a Montevideo y después a Brasil.
Se construyó en ese exilio, en el trasiego de quienes se mantienen fieles a un espíritu, a una forma de ver la vida. En 193 comenzó su obra con Un viejo que leía novelas de amor, traducida a numerosos idiomas, con ventas millonarias y llevada al cine con guion del propio Sepúlveda, bajo la dirección de Rolf de Heer. Le siguieron las novelas Mundo del fin del mundo y Nombre de torero, el libro de viajes Patagonia Express, y los volúmenes de relatos Desencuentros, Diario de un killer sentimental, seguido de Yacaré y La lámpara de Aladino.
Su novela más reciente, El fin de la historia, significó el retorno de Sepúlveda al protagonista de Nombre de torero, Juan Belmonte, con una investigación a la manera de Chandler. Con Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar, Sepúlveda se convirtió en un clásico vivo para muchos jóvenes y escolares. En esa misma tradición, Tusquets Editores publicó Historia de un perro llamado Leal e Historia de un caracol que descubrió la importancia de la lentitud, una enternecedora fábula para los tiempos acelerados que vivimos.