Cultura

¿De qué hablamos cuando hablamos de neorrancios?

La semana pasada tuve la oportunidad de asistir a una conferencia universitaria en Barcelona. A la salida del acto me presentaron a Manuel Ferretti, secretario de la asociación Students for

  • Stefan Zweig, un pensador clave para entender las polémicas neorrancias

La semana pasada tuve la oportunidad de asistir a una conferencia universitaria en Barcelona. A la salida del acto me presentaron a Manuel Ferretti, secretario de la asociación Students for liberty en España. No recuerdo bien su edad, como mucho acababa de estrenar la veintena. Iba vestido con traje de chaqueta, zapatos tipo Oxford y abrigo de paño a juego. Su apariencia contrastaba notablemente con la de sus compañeros e incluso con la de la mayoría de los asistentes, quienes no sólo no éramos estudiantes: los treinta ya no los cumpliremos.

Stefan Zweig nos contaba en 1943 cómo por aquel entonces ser joven -y, en consecuencia, parecerlo- resultaba ya un valor cada vez más en alza. Comparaba esta actitud con cómo había vivido él su propia adolescencia, transcurrida en los últimos años del siglo XIX:

“[cuando yo era joven ocurría] algo que hoy resulta casi increíble: la juventud constituía un obstáculo para cualquier carrera y tan sólo la vejez se convertía en una ventaja. Mientras que hoy, en esta época tan radicalmente transformada, los hombres de cuarenta años hacen lo posible para aparentar treinta y los de sesenta, cuarenta; mientras hoy la juventud, la energía, el espíritu emprendedor y la confianza en uno mismo son cualidades que ayudan al individuo a abrirse camino hacia el ascenso, antes, en la época de la seguridad, todo aquel que quería prosperar tenía que disfrazarse lo mejor que pudiese para parecer mayor”. El mundo de ayer. Memorias de un europeo, p.57. Acantilado, 2001.

Para penetrar en los motivos que provocaron ese paulatino cambio de mentalidad basta con tener presente la devastación física, económica y mental que supuso la Gran Guerra. Una de sus innumerables consecuencias fue la recuperación del famoso carpe diem de Horacio, que tan penosamente ha sido y continúa siendo interpretado. Esta apología de la eterna juventud -con los ideales que lleva asociada- tiene un recorrido tan largo en nuestra historia que, de hecho, su vindicación por parte del movimiento de Mayo del 68 resultó bastante poco original.

El movimiento hippie, con toda su estética asociada, al menos se vinculaba a un fenómeno parecido al de la Gran Guerra -el trauma que supuso la Guerra de Vietnam-, de forma que sus componentes podían señalar un problema cercano y palpable. En definitiva, los vindicantes hacían referencia al menos a un conflicto sólido que afectaba de forma directa al prójimo, entendido este como próximo. También resultaban palpables y concretas otras causas, como la del racismo rampante estadounidense o, en general, la situación social y laboral de las mujeres de la época.

Los neorrancios como identidad

Han pasado casi 50 años de este tipo de protestas, del nacimiento del activismo como forma de vida. Por este motivo no nos resulta ajeno que quienes las apoyaban desarrollaran una estética, una forma de vestir muy concreta a través de la cual pudieran ser reconocidos sus miembros, sin necesidad de mantener una conversación con cualesquiera de ellos.

Quienes deberían agitar a los viejos carcamales se trocan tristemente en una continuación ininterrumpida de una ya más que convencional forma de entender la vida, incluida la estética que la acompaña

En la era de la importancia del “relato y la narrativa”, la moda, la vestimenta, la apariencia, son herramientas esenciales para transmitir ideas y dotarles de peso e importancia. Es comprensible si tenemos en cuenta que vivimos en una época extraña en la que la identidad -concepto escurridizo donde los haya- se ha convertido en una de las deidades prominentes del Olimpo ateo y secular. He recordado ahora a los hippies, pero podemos evocar mil y un ejemplos más: rockeros, batasunos, skaters, hípsters, reguetoneros, raperos, rastafaris, etcétera.

Llevamos casi un siglo -si creemos a Zweig y a los libros de historia y de sociología- inventando y manteniendo uniformes que supuestamente reivindican lo nuevo. Se da así la paradoja de que aquello que pretendemos presentar como disruptivo se torna, analizado fríamente, bastante casposo. Nuestros jóvenes, en consecuencia, resultan muy poco juveniles en este sentido, valga la redundancia y la incoherencia. Quienes deberían agitar a los viejos carcamales se trocan tristemente en una continuación ininterrumpida de una ya más que convencional forma de entender la vida, incluida la estética que la acompaña. Lo único novedoso -por delirante- lo encontramos en esta moda del género fluido, pero incluso esto me resulta decepcionante: ¡la idea de que el sexo es constructo es de Simone de Beauvoir, que nació en 1908!

Descubrir a Manuel Ferretti supuso un gran hallazgo pues, si bien no inventa un nuevo modo de vestir, al menos con su apariencia hace lo que se esperaría de alguien de su edad: resultar rompedor, contrastar con la estética dominante (que, en este caso, incluye a varias generaciones, incluida la suya). No he descubierto la circulación de la sangre, están germinando diferentes grupos ideológicos que rompen -¡ya era hora!- con mentalidades que tienen más de cinco décadas de recorrido y que en algunos casos -como el de Manuel- cortan con esta idea de la que se hacía eco Zweig hace casi un siglo: la de la reivindicación de lo juvenil como algo que se debe exaltar y asociado a un modo de vestir informal y descuidado.

Ferretti, como he comentado ya, es el presidente de Students for Liberty en España. Libertarios como él son minoría en nuestro país, y son atacados ferozmente junto con otro tipo de movimientos que no encajan con las ya demasiado viejas narrativas que nos asuelan. Junto con los libertarios y los conservadores encontramos a los recién bautizados como neorrancios. Estos últimos generan tal inquietud que se les ha dedicado recientemente un libro entero para tratar de desacreditarlos: Neorrancios. Sobre los peligros de la nostalgia (Península). No he tenido oportunidad de leer el libro, pero sí he tenido acceso al resumen que la editorial utiliza como reclamo:

"Me da envidia la vida que tenían mis padres a mi edad". Bajo ese discurso pretendidamente crítico se esconde una idealización de un tiempo pasado que nunca fue mejor. Una nostalgia fundamentada en un modelo familiar único, una sublimación del medio rural, un capitalismo alienado y una negación de los avances sociales logrados a lo largo de las últimas cuatro décadas. Son argumentos propios de una izquierda conservadora que se espanta ante la pérdida de su hegemonía. Lo neorrancio es lo que ocurre cuando miramos al pasado con la venda del recuerdo y cuando convertimos la experiencia propia en universal. Un libro que pone el presente en valor y que da pautas sobre hacia dónde debería enfocar la izquierda sus demandas".

Al margen de los argumentos más o menos sólidos que puedan ofrecer sus autores, sería conveniente que repararan en qué medida es posible que resulten ellos ser, a su vez, terriblemente nostálgicos. Firmes creyentes de toda una serie de ideas, decantadas en dogmas, que tienen décadas de antigüedad. Es probable que estos neoinquisidores, al cruzarse con Manuel Ferretti, no puedan evitar pensar que su forma de vestir es rancia o, peor, ¡neoliberal! Presupondrán que esto tiene su correlato en toda una serie de modos de entender la vida que les resultan anatema. Podrán reafirmarse, de este modo, en los desactualizados y vetustos horizontes vitales que comparten con gran parte de la gente de su edad, sin por ello caer en la cuenta de lo terriblemente convencionales y anodinos que resultan. Encontrarán consuelo colocando a Manuel en el lado rancio, casposo y peligroso de la vida y la moral, pero lo cierto es que quien destacó entre la multitud de estudiantes fue él. No lo tenía difícil, claro. Un siglo entero de reverencia hacia una serie de ideas dogmáticamente defendidas no iba a resultar en vano.

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