El cine pornográfico es seguramente uno de los productos culturales más consumido en Occidente (motiva al menos una cuarta parte de las consultas en Internet y una tercera parte de las descargas). Es un consumo privado, semiclandestino en muchos casos, pero no por ello menos importante. Y en su naturaleza de relato sin relato, con el sexo como materia central protagonista, se entrecruzan muchos elementos que reflejan nuestro mundo y, al tiempo, lo alimentan, quizás sin que nos demos cuenta de ello. Vamos a intentar acercarnos a este fenómeno complejo, sin juicios morales, pero sin renunciar a la interpretación, aprovechando que llega al video doméstico en nuestro país una película como Pleasure, de la directora feminista Ninja Thyberg, que ofrece algunas interesantes claves internas del funcionamiento del porno contemporáneo.
Hay varios posibles acercamientos a este género. Una primera visión debe poner el acento en el funcionamiento de su industria, como hace Pleasure, y como hizo también hace unos años Boogie Nights, de Paul Thomas Anderson. En Boogie Nights se nos daba acceso a los años ‘románticos’ del surgimiento del fenómeno, los 70 y 80. Una industria que surge al amparo de la revolución sexual y la explosión de nuevos usos sociales que impulsó, y éste es un dato importante a tener en cuenta. No puede desligarse el porno de esta nueva realidad, pues sus actores y actrices no son prostitutas que viven una sexualidad en los márgenes de lo admitido -como ocurría con esas películas pioneras de los comienzos del siglo XX que circulaban de forma clandestina entre círculos pudientes- sino ciudadanos normales que viven ya instalados en una visión de la sexualidad puramente hedonista y descomprometida en sus vidas privadas, desligada de cualquier trascendencia, o propósito procreativo. A estas personas, dotadas para el sexo por naturaleza y promiscuas por afición, no les supone trauma tener sexo con extraños ante las cámaras. Comercializar con la dimensión sexual de sus cuerpos es sencillo una vez que han dejado de ser ‘sagrados’.
Estos primeros actores porno, los que refleja la película Boogie Nights, proceden en muchos casos de la clase trabajadora, sin una formación que les abra puertas para un futuro laboral satisfactorio. El porno aparece entonces como una alternativa preferible a los trabajos rutinarios a los que tienen acceso, y, además, mejor pagado. El salto sólo exige vencer un leve pudor inicial por hacer en público lo que se hace ya en privado.
Hemos llamado a esta época ‘romántica’ porque algunos de sus intérpretes y directores todavía tenían la ambición de crear verdaderos relatos cinematográficos, con historia y estética, articuladas a partir de una idea y la busca de un cierto sentido, incluso si éste era rupturista o perturbador. Eran los tiempos en los que el porno se exhibía en salas de cine, aunque fuera en circunstancias especiales. Esta visión se tradujo en algunas obras singulares y cinematográficamente valiosas, aunque hoy escasamente conocidas, como las míticas Detrás de la puerta verde (1972) o El diablo en la señorita Jones (1973). No es el caso de las películas que evoca Boogie Nights, donde había más pretensiones de un enfoque artístico que verdaderos resultados.
Porno y burocracia
En el film de Paul Thomas Anderson vemos cómo se derrumba esa visión de los pioneros con la llegada del vídeo doméstico (y posteriormente todavía más con la irrupción de Internet) como formato de comercialización del porno, lo que termina por conducir a la renuncia de cualquier ‘narrativa’ en favor de la ‘escena’ como unidad mínima de consumo pensada para la autoexcitación privada. El instinto se impone al significado.
En otras escenas cómo no todo es necesariamente profesional en el set y se entrecruzan las pasiones
En Pleasure, por su parte, vemos ya el funcionamiento de la industria contemporánea, la que surge a partir del gran escándalo de 1986, cuando se descubre que la gran estrella porno del momento, Traci Lords, había rodado casi todas sus películas (y eran muchas) siendo menor de edad, lo que llevó a que los tribunales ordenaran su destrucción. En la película de Ninja Thyberg vemos cómo eso se ha traducido en la generación de toda una burocracia autodefensiva, en la que las aspirantes deben acreditar su mayoría de edad y especificar por escrito qué modalidades de sexo están dispuestas a practicar y cuáles no.
Pero también aflora en Pleasure otro problema mayor, el del consentimiento. Y es que en los años de mayor acoso feminista a este cine las dudas sobre la voluntariedad de las actrices se usaron como ariete contra una industria a la que se acusaba de forzar la libertad de las mujeres. Thyberg nos muestra que el sector se ha vacunado frente a esas acusaciones y hoy las actrices son siempre libres de decir ‘no’. Aunque también se nos explica que decir ‘no’ a ciertas modalidades sexuales tiene consecuencias: por ejemplo, no poder formar parte de la crema de actrices del género. En este sentido, sorprende en Pleasure el contraste entre el entorno de trabajo del porno, con asesores y actores afectuosos y atentos con las actrices, sus necesidades y sus miedos, y lo que se representa luego, que a menudo aparece como una realidad opuesta, notablemente descarnada.
De hecho, resulta paradójico comprobar que, cuanto más brutal es la representación (sado, porno violento), más manos de seda la rodean en el plató. Pero la cineasta no se engaña, ni engaña al espectador. En muchas ocasiones, esa libertad y respeto son efectivos y reales, pero, en otros, son apenas un subterfugio. Cuando la protagonista, Cherry, reclama interrumpir una larguísima escena de sexo violento -a la que se ha prestado de forma voluntaria, pero que la ha sobrepasado- los mismos que poco antes le habían dicho que era libre de abandonar, mientras la animaban con palabras dulces a seguir, la presionan ahora con dureza para que continúe, culpabilizándola, porque su marcha convertiría en inútil el trabajo realizado hasta ese momento, y eso supone perder tiempo y dinero. Y la vemos ceder en contra de su voluntad y vísceras. En otras escenas vemos también cómo no todo es necesariamente profesional en el set y se entrecruzan las pasiones, y los roces, externos al rodaje, provocando situaciones difíciles de gestionar en un entorno tan delicado y sensible como el sexual, muy especialmente cuando lo que se ponen en escena son situaciones de sumisión y dominación.
Falsa liberación sexual
La mirada de Thyberg nos muestra que cuanto más abajo están en la industria del porno, más libres son las actrices, mientras que todo cambia cuando deciden ‘esforzarse’ para prosperar, para conseguir éxito, dinero y poder. Y es que las actrices más valoradas no son aquellas que practican el sexo convencional hombre/mujer, o incluso mujer/mujer, sino las que se prestan a prácticas de sexo duro, sadomasoquista, anal o interracial, que es la categoría que se considera más penosa. “¿Suena racista, verdad?”, le dice un actor afroamericano. “Es que lo es”.
Un reciente estudio de la universidad McGill muestra que son las mujeres las más interesadas en ver porno violento, y que ese deseo no tiene nada que ver con sus hábitos sexuales
Es especialmente revelador ver cómo cierta ética del trabajo y cierta visión del profesionalismo, unidas a la ambición personal, generan situaciones perturbadoras. Lo ilustra bien la historia de Cherry, tan distinta de la de los muchachos de ‘Boogie Nights’. Ella es una chica sueca de clase media con posibles -su madre le ha pagado el viaje a EE.UU. porque cree que está formándose- pero que entra en el porno porque le gusta follar. Pero Cherry aspira a estar en la cima -ser una chica Spiegler- y para ello se somete voluntariamente a prácticas sexuales que inicialmente descartó, pese a que le resultan extremadamente dolorosas y nada gratificantes, como el doble sexo anal. En su cabeza, sin embargo, son sacrificios que hay que hacer para prosperar en el trabajo, equivalentes, imaginamos, a los que realiza el operario que hace horas extra o trabaja por encima de sus posibilidades. Hay algo muy inquietante en el modo desgarrador como se nos muestra esta lógica competitiva y de autosuperación extrema del capitalismo. Y no menos turbador es reconocer su familiaridad con otras situaciones laborales en contextos ajenos al sexo.
Tanto Boogie Nights como Pleasure son, en gran medida, historias de juguetes rotos, de personajes que ascienden desde abajo hacia un éxito devorador y destructor, y, por ello, ambas concluyen con sus principales protagonistas retirados del negocio, hastiados. El carácter falsamente liberador del porno se aborda expresamente en la película Hardcore. Un mundo oculto (1979), de Paul Schrader, filmada en la época de expansión del género. Aquí vemos como este cine aparece para la hija del protagonista como una vía de escape de la rigidez moral de su familia calvinista. El itinerario del protagonista, Jake Van Dorn (George C. Scott), el padre en busca de su hija desaparecida, se convierte en un paulatino descenso a los infiernos que muestra la frecuente conexión de la industria pionera de entonces con otro tipo de negocios turbios, ilegales e incluso delictivos.
Una tercera aproximación a este género, de carácter sociológico, busca juzgar los posibles efectos sociales nocivos de este tipo de cine. No es el centro de nuestro análisis, pero no dejaremos de apuntar dos reflexiones. La primera es la existencia de un problema real de adicción al porno, agravado por su escasa visibilidad. Una adicción que, cuando se da, deteriora la relación con la pareja de forma casi irremediable. La segunda reflexión es que no existe ningún estudio que avale la idea de que las fantasías violentas del porno estimulen la comisión de actos sexuales violentos en el mundo real. Los que existen sugieren más bien que podría ocurrir lo contrario.
La agonía del erotismo
Ni siquiera es cierto que las fantasías sexuales que el porno muestra -pues eso son, fantasías, pese a su apariencia realista- pongan en escena, sobre todo, imaginarios masculinos. Un reciente estudio de la McGill University muestra que son las mujeres las más interesadas en ver porno violento, y que ese deseo no tiene nada que ver con sus hábitos sexuales. Es decir, no va acompañado de un deseo de experimentar esa fantasía en el mundo real. Como ocurre del mismo modo entre espectadores masculinos.
Y así llegamos a la última aproximación al género, la que lo contempla como un sistema de representación de lo sexual. ¿Y qué es lo que nos encontramos al mirar las imágenes que nos proporciona este cine? Pues hallamos varias cosas. En primer lugar, un universo en el que ha desaparecido el trabajo cultural de simbolización de la diferencia sexual (concretado en las distintas formas de seducción o en los ritos de aproximación entre hombres y mujeres) y en el que las diferencias entre los sexos han quedado reducidas a sus rasgos más instintivos y animales. Lo que viene a coincidir, de hecho, con las visiones reduccionistas de la teoría del género sobre la diferencia sexual, que queda reducida casi exclusivamente a la genitalidad (y a otras diferencias orgánicas). Todas las demás elaboraciones culturales son vistas como sospechosos y represoras. De hecho, ese retorno a lo animal es probablemente la clave más relevante desde la que interpretar la violencia del porno.
El protagonismo en el porno lo tiene la mujer: son ellas las estrellas y cobran bastante más que sus compañeros.
Esa dureza, ese sometimiento, esa brutalidad, incluso, remiten al sexo más primitivo, más despojado de los elementos protectores de la cultura, en línea también con todas esas filosofías que asocian civilización con castración sexual. En cierto modo, el porno muestra que cuando el sexo está desencadenado de la simbolización cultural se vuelve salvaje, básico, elemental. De modo que, quizás para nuestra sorpresa, nos encontramos con que el porno no sólo no es un objeto extraño en nuestra cultura contemporánea sino, muy al contrario, uno de los escenarios donde el desarraigo de las sociedades occidentales, la desacralización y la pérdida de espesor cultural se manifiestan con más crudeza e intensidad. Es muy revelador, en este sentido, cómo la extensión masiva y subterránea de este cine ha ido acompañada de la desaparición, de facto, del erotismo, con sus sofisticadas estrategias de elaboración de la tensión sexual.
Es esa pérdida de densidad la que propicia la conversión del acto sexual es un producto de consumo para la satisfacción rápida de necesidades instintivas. De modo similar a como la comida rápida sacia nuestra hambre sin que pongamos nuestra conciencia en ello, o sin que nos detengamos a saborearla, el porno satisface la necesidad de excitación y de placer sexual sin generar experiencias o recuerdos que merezcan ser incorporados a nuestra historia personal.
Pero aún podríamos ir más allá. Es indudable que en el porno hay una glorificación del falo masculino, y así lo muestra Pleasure. “Tienes que mostrar sorpresa y decir: ‘Es enorme”, le indican a Cherry en su primera escena porno. Se refieren, como es obvio, al pene, efectivamente enorme, que se despliega ante ella. Suele interpretarse esto como signo inequívoco del machismo de este tipo de cine, pero esto merece una reflexión calmada. De hecho, esta lectura entra en conflicto con una realidad incuestionable y es que, desde hace ya mucho tiempo, si no desde el principio mismo, el protagonismo en el porno lo tiene la mujer. Hoy son ellas las estrellas y cobran bastante más que sus compañeros.
El semental estéril
¿Cómo es posible esto? La clave está en que en realidad, el porno no rinde culto al falo sino al goce de la mujer. Todo el despliegue de explícitos elementos sexuales desemboca al fin en su gesto de éxtasis en el rostro. En cierto modo, la trama oculta del porno es ésta: conseguir, en contextos diversos y hasta inverosímiles, que aparezca el placer de la mujer. El falo no tiene poder en sí mismo, no significa por sí mismo, sino en función de su capacidad para generar, o no, esa satisfacción en ellas. Y, de hecho, el rostro masculino apenas cuenta. Y cuando se muestra suele ser para mostrar su condición deseante, frágil.
El varón queda reducido a semental, pero a diferencia del animal, que es valioso porque su semen fecunda a las hembras y crea vida de calidad, este otro semental estéril del porno queda reducido a juguete sexual. Hablamos, por supuesto, de la función de hombres y mujeres en el interior del relato. Respecto al espectador ambos son por igual instrumentos para su excitación.
Por sorprendente que pueda parecer, incluso esa escena arquetípica del género, la eyaculación sobre el rostro de la mujer, debe interpretarse en esta clave. Por un lado, confirma que, en el porno, la eyaculación masculina no tiene sentido por sí misma, sino sólo ligada al éxtasis (real o fingido) de su pareja sexual. Y, por otro, es el modo como el género representa la idea del orgasmo común: como la suma de dos excitaciones que se superponen, sin ser capaces de crear ninguna realidad compartida. El porno es, por tanto, una de las expresiones más explícitas de ese individualismo narcisista que tanto abunda entre los hombres y mujeres de nuestro tiempo.
En el porno, a la postre, el falo, al ser desposeído de cualquier dimensión simbólica, queda reducido a pene, a un órgano falible que, a menudo, tiene que ser ‘apoyado’ por la química para preservar su artificial erección. No es, por tanto, el suyo un poder real, sino sólo un simulacro. Nada que ver, cambiando de tercio, con la representación fálica por excelencia en el cine, la que puede verse en la película El manantial, de King Vidor, con esa figura de un arquitecto individualista, que encuentra en sí mismo la fuente de su autoridad personal. Y nada que ver tampoco con la interpretación que se hace en el cine clásico, donde esta virilidad fálica, fácilmente asociable a intérpretes como John Wayne y Charlton Heston, por citar sólo dos ejemplos, se asocia al conocimiento de la realidad, a la capacidad para resolver problemas o para construir soluciones. Su autoridad no necesita de la admiración ajena, aunque esa admiración la alimente.
Todo esto nos lleva a afirmar que también en el cine porno, por mucho que a primera visa pueda sorprender, se encuentran las huellas del desvanecimiento de lo masculino en nuestra sociedad. Y por eso también resulta tan triste pensar que algunos jóvenes puedan creer que la virilidad está justamente ahí.