La semana pasada vivimos una de esas batallas tuiteras de duran tres horas como máximo. Si a alguien le pilló yendo al gimnasio, probablemente se la perdió. El caso es que un diario digital describió a María José Llergo (Pozoblanco, Córdoba, 1994) como “la miniRosalía” (por lo visto, la cantante es más bajita que la autora de El Mal Querer). La red social del pajarito reaccionó al menosprecio y enseguida se cambió el titular, presentándola como una nueva propuesta de “flamenco para todos los públicos”.
El episodio parece una tormenta en una taza de té, pero sirve para debatir cuestiones importantes sobre la confusión de la prensa musical española cuando habla de “revoluciones flamencas”, “mutaciones flamencas” o de “trascender el flamenco”.
Todo esto sirve también de excusa para explicar que Sanación (2020), el miniálbum que acaba de presentar Llegro, lo tiene todo para satisfacer a los devotos de Rosalía, Soleá Morente y Baiuca, por citar a tres artistas jóvenes que bañan sonidos tradicionales en burbujas electrónicas. Esto ya va pareciendo una escena.
No es que Llergo copie a Rosalía, sino que tienen la misma edad, estudiaron en el mismo lugar y en ambas se intuye la influencia de Silvia Pérez Cruz
Hablemos claro: cualquier oyente que no hile especialmente fino puede confundir a la Llergo con la Rosalía previa al salto reguetonero. El motivo no tiene que ver con que una copie a la otra, sino que nace de que sus carreras musicales tienen muchos paralelismos, desde el paso por la Escuela Superior de Música de Cataluña hasta la influencia de Silvia Pérez Cruz, a quien algún día habrá que reconocer como referencia fundamental de Rosalía. Otro factor de coincidencia entre la catalana y la cordobesa es que tienen la misma edad, por lo tanto su bagaje pop es similar.
Crítica sin altura
En el caso de Llergo, aborda el flamenco con máxima naturalidad, relajando la tensión propia del género con sonidos electrónicos de efecto ansiolítico, escuchen por ejemplo la preciosista “Nana del Mediterráneo”. La producción de este debut corre a cargo del sevillano Lost Twin, alquimista de amplio espectro con carrera propia y colaboraciones con C. Tangana. El tridente formado por voz quebrabiza-ruiditos espectrales-electrónica elegante tiene ya un público fiel (el de Radio 3) que tendrá que decidir si la adora o la ignora (apuesto por lo primero).
El debate va más allá de Rosalía o Llergo. Intentaré explicarlo sin paños calientes: la mayoría de la prensa pop-rock española (a la que pertenezco y donde me incluyo) no tiene la mínima base cultural para escribir sobre flamenco. Se habla, por ejemplo, de “transcender el flamenco” para referirse a que alguien ha puesto una guitarra eléctrica o un ‘beat’ electrónico a un ritmo aflamencado (normalmente bastante mediocre).
El pasado viernes, por ejemplo, José María Velázquez-Gaztelu, uno de nuestros mejores críticos de arte jondo, publicaba un amplio reportaje en El Cultural que (sin pretenderlo) mostraba el camino para seguir para hablar de flamenco sin decir demasiadas tonterías. La novedad consiste en que trazaba un mapa de las nuevas mutaciones del flamenco sin necesidad de mencionar al Niño de Elche, ni a Rosalía, ni el Omega (1996) de Enrique Morente y Lagartija Nick, las tres muletas donde se apoya la crítica hípster para orientase.
Según el criterio de la crítica ‘cool’, cualquiera que meta electricidad o bases electrónicas en un género tradicional es un artista de vanguardia que pasea por el lado correcto de a historia
Seamos honestos: la mayoría de los críticos de rock usan esquema muy elemental para orientarse. Podríamos resumirlo así: Bob Dylan escandalizó a la escena folk pasándose a la guitarra eléctrica en 1965. Algo parecido (aunque más hinchado) le pasó a Camarón con La leyenda del tiempo (1979) y a Morente con Omega. Por lo tanto, según el criterio de la crítica ‘cool’, cualquiera que meta electricidad o bases electrónicas en un género tradicional es un artista de vanguardia que pasea por el lado correcto de la historia.
Arte y 'wasabi'
Un ejemplo exagerado: no basta meter un ritmo drum’n’bass en una bulería para que eso se convierta en una pieza innovadora. Sería es el equivalente a que crítico culinario defendiese que echar 'wasabi' a la tortilla de patata y lo considerase un acto de genio y rebeldía que merece aplauso unánime. La verdad es que unas veces puede funcionar y otras es solo wasabi. Hablar de renovación -como hace Velázquez-Gaztelu- también es hablar de Rosario la Tremendita, Rocío Márquez y Dani de Morón, que no buscan romper la tradición si no dialogar con ella.
Aflora una generación de nacidos en los ochenta que andan lejos de los delirios narcisistas y contraculturales del Niño de Elche, que hace poco pedía en sus redes sociales que dejaran de seguirle todos aquellos que se considerasen flamencos (imaginen el disgusto si descubre entre sus ‘followers’ a Carmen Linares o Tomatito). La renovación del flamenco no puede hacerse a cualquier precio. Recordemos que Mayte Martín rechazó participar en una película flamenca de Carlos Saura cuando comprobó que habían convertido el baile en una especie de fantasía kitsch de Broadway, donde en vez de sentimiento había pura clonación (como en los shows de Rosalía, por cierto, que al menos no pretende que sus canciones en plan Beyoncé sean flamenco).
El problema del ‘flamenco para todos los públicos’ es que precisamente hablamos de un género que no es necesariamente apto para todos los públicos. La mayor prueba es que despierta un interés decreciente, quitando experimentos pop. En realidad, puede disfrutarlo cualquiera, siempre que tenga tiempo, paciencia y cierto grado de conexión con el modo de sentir del pueblo llano, casi siempre oprimido, ignorado y desplazado. De ahí surgen obras musicales solemnes o inyecciones de alegría popular, desde hace siglos. Tratar el género como despliegue técnico, pincelada exótica o exhibición de sensibilidad es alejarlo por completo de su sentido. Renovaciones se admiten las que hagan falta, pero es dudoso que cuele rebajarlo con agua o animarlo con Red Bull.