En la carrera entre gobiernos, médicos e investigadores contra el coronavirus, el sigiloso SARS-COV-19 parece haber cobrado algo de ventaja. El pasado lunes 16 de marzo, tan solo dos meses y medio después de la detección del primer caso en Wuhan, y tras semanas de lucha desesperada por frenar su avance en distintos frentes del planeta, el virus llegó a la capital de Groenlandia, a 240 km del círculo polar ártico, una de las regiones más remotas y deshabitadas del planeta. En ese intervalo de tiempo, el patógeno ha causado la muerte a más de diez mil personas y ha contagiado a más de 220.000, aunque la cifra podría ser mucho mayor a la vista de lo que sabemos ahora. Y sigue creciendo. ¿Qué ha sucedido en este intervalo de tiempo para que se haya pasado todas las barreras de contención y el mundo esté patas arriba?
Completar el puzle científico del coronavirus está siendo uno de los mayores desafíos a los que se ha enfrentado la humanidad. Se están usando casi todos los recursos disponibles y los laboratorios más avanzados del planeta colaboran para encontrar una explicación y una manera de frenarlo. Los primeros avances han sido contradictorios y algunas de las premisas con las que partíamos han resultado ser falsas, pero por primera vez se empieza a dibujar en el horizonte qué es lo que permitió al coronavirus encontró el punto débil de nuestros sistemas. A pesar de tener una letalidad menor que los predecesores SARS y MERS, el nuevo coronavirus ha tenido mucho más impacto. Y todo parece indicar que se debe a su capacidad de avanzar sigilosamente e ir colapsando distintos escenarios uno a uno. Si se me permite la metáfora, como un lobo con piel de cordero o un ‘jedi’ que tiene los planos de los conductos de ventilación de nuestro sistema. En este escenario tan complejo y cambiante es difícil sacar grandes conclusiones, pero aquí van a algunas posibles claves para el análisis:
Cómo aprovechó nuestros sesgos
Muchos países y expertos subestimaron su capacidad destructiva porque el virus surgía en China y las escenas del horror de Wuhan parecían quedar demasiado lejos. Como han apuntado muchos, el hecho de que sus principales víctimas fueran los ancianos también relajó al resto de la población y a los que tenían que tomar decisiones. Cuando la situación alcanzó a países más cercanos, como Italia, entraron en acción otros sesgos como el de no escarmentar en cabeza ajena y la soberbia de pensar que nuestros sistemas estaban mejor preparados.
Cómo despistó a algunos epidemiólogos
Muy pocos científicos le dieron la relevancia que tenía y muchos de ellos reconocen ahora que subestimaron el posible impacto del coronavirus. “No tenemos ni idea”, reconocía hace unos días a Vozpópuli uno de los investigadores fuera de micrófono. Durante un tiempo, la propia Organización Mundial de la Salud (OMS) ofreció datos que ahora parecen dudosos, como que el virus no parecía propagarse en las personas asintomáticas, que era solo un poco peor que una gripe o que no hacían falta mascarillas. También se habló de alcanzar la inmunidad de grupo - lo que alentó los primeros planes del gobierno británico de resistir su embestida a pelo - cuando no está claro si las personas que lo han pasado se inmunizarán.
"Reconozco que el virus ha encontrado esa rendija”, explica a Vozpópuli un epidemiólogo
Los nuevos datos sobre su capacidad de contagio sigiloso indican que pudo ser clave en su propagación en Wuhan y más tarde en otros países. Según los modelos publicados este lunes en la revista Science, los casos no detectados - personas que no notaban nada o se sentían un poco “pachuchos” - pudieron causar hasta dos tercios de los contagios a pesar de ser la mitad de contagiosos. Es decir, el virus iba avanzando bajo el radar mientras los epidemiólogos utilizaban el método tradicional de contención que era muy poco efectivo contra este tipo de “fantasmas”. "Reconozco que el virus ha encontrado esa rendija”, explica a Vozpópuli un epidemiólogo que prefiere mantener el anonimato. “Al comportarse más o menos como la gripe, pero transmitirse más que la gripe y con una letalidad mayor que la gripe, intentar vigilarla con un sistema para enfermedades que dan pocos casos es un error garrafal y es lo que ha hecho que el sistema implosione”.
Las mismas fuentes aseguran que los expertos y responsables sanitarios de muchos países se habían preparado para contener un virus más agresivos (con mayor letalidad) como los causantes del SARS y el MERS, de manera que los sistemas de salud pública (muy debilitados en países como España) estaban usando herramientas para un enemigo equivocado, como si estuvieran cribando con agujeros demasiado grandes para contener un virus tan expansivo y sigiloso. “Si ese número de casos “latentes" que van transmitiendo sin ser percibidos es muy grande, obviamente el inicio de la epidemia es mucho más explosivo de lo que podíamos prever si hubiésemos sido capaces de detectar esos casos que no se han recogido en el sistema sanitario”, reconocía el responsable del centro de coordinación de emergencias Fernando Simón el martes. En otras palabras, localizar y seguir el rastro de los contagios no tenía mucha eficacia si se iba desbocando sin que nadie lo viera. Los tiempos de incubación, transmisión y aparición de síntomas del nuevo coronavirus también han jugado en nuestra contra, pues la horquilla es demasiado amplia como para tener un control fino de las medidas que se están tomando. Además, si las personas que lo han pasado lo siguen contagiando durante al menos dos semanas, como advertía el martes la OMS, la posibilidad de retornar más o menos a una vida normal de los afectados también se complica.
¿Era inevitable que se expandiera a todas partes? Al final de la crisis se verá si los países que han llevado a cabo diferentes estrategias han sido más eficientes. A priori parece que para afrontar el embate del coronavirus hacía falta tener algunas patas del sistema robustas: la fortaleza de los servicios de salud, la respuesta rápida, menos acercamiento social y más disciplina, y haber hecho más pruebas diagnósticas. Además, hay que tener en cuenta un factor que parece más importante hasta ahora: el tamaño de la población de más de 70 años (que condiciona claramente la mortalidad). Algunos países tenían esas patas más fuertes y otros, como España e Italia, habían quedado con las patas tiritando tras la crisis de 2008. A pesar de estas diferencias locales, en los países donde parecen haber contenido el primer golpe del virus el problema se dibuja igualmente preocupante en el horizonte, porque se contagiará más gente y la “pesadilla” se puede poner de nuevo en marcha. Incluso China está teniendo mucho cuidado a la hora de levantar las medidas de restricción extremas tomadas en los focos de la epidemia, porque corre el riesgo de que se produzca un rebrote.
Cómo desborda los sistemas sanitarios
Dentro de las posibles características que podía tener el virus, su capacidad de propagarse hace que termine doblegando los sistemas por una cuestión de matemáticas. En cuanto los contagios empiezan a llegar los grandes números - y el virus se extiende sigilosamente por la población sin inmunidad previa- el hecho de que se ponga grave aunque sea solo a un pequeño tanto porcentaje de los afectados ya significa que necesitas un número de camas y de unidades de cuidados intensivos que ningún país tiene en estado operativo de manera permanente porque sería inasumible. A esto hay que añadirle otros tres factores que han superado a los sistemas médicos
-Cada paciente, incluso los menos graves, requiere mucho tiempo de recuperación y atención, lo cual consume recursos
-Los casos menos graves tampoco permiten ninguna “relajación”, porque sufren empeoramientos súbitos de su capacidad respiratoria y hay que estar muy atentos.
-Al ser tan sigiloso en su forma de contagio, y al haber superado los recursos que tenían muchos centros, muchos sanitarios se contagian y quedan fuera de juego al tener que estar en cuarentena, lo que añade más estrés al sistema.
Cómo desbordó a los políticos
Sobre esto habrá mucho que analizar en el futuro, pero hay dos factores que quizá puedan ser relevantes. El primero es que la pandemia de la Gripe A (H1N1), en 2009, fue una especie de gran “falsa alarma”, ya que su mortalidad y su capacidad de contagio eran notablemente menores. Muchos de los responsables de tomar decisiones frente a esta crisis tenían aquella experiencia en el inconsciente y es posible que no quisieran repetir errores, lo que llevó a un exceso de cautela que ahora vemos que no ayudó a afrontar la pandemia. Po otro lado, y en el caso español, durante mucho tiempo se tardó en tomar en serio la amenaza - en un escenario agitado se tenían otros muchos asuntos relevantes en la agenda - y se puso mucho más énfasis al principio en las medidas sociales y económicas que en las sanitarias, lo que afectó a la velocidad y la contundencia de la respuesta al primer golpe.
Cómo desbordó a los medios
Cuando todo esto acabe, los medios de comunicación también tendremos que analizar el papel que hemos jugado en esta crisis. Se nos acusó de alarmistas y de estar todo el día informando del monotema, pero también de no haber sabido anticipar las dimensiones del problema que se avecinaba. Durante unas semanas, muchos nos movimos en ese extraño equilibrio, entre no querer ser el más alarmista (por responsabilidad y miedo a quedarse solo) y quitarle importancia a algo que sí la tenía. Como el resto de la sociedad, unos se dieron cuenta más pronto y otros todavía andan despistados. Y unos actuaron con más responsabilidad y criterio que otros. Sobre quienes nos informan, algunas fuentes que antes decían una cosa, ahora dicen la contraria. Todo esto, sumado a la sucesión de acontecimientos y la ansiedad que genera el propio virus, no nos ha dejado pensar con claridad y nos ha llevado a cometer errores por los que tendremos que pedir disculpas.
Un poco menos letal y más expansivo
Cuando los especialistas hacen sus simulaciones para predecir pandemias, modulan las características del virus para estudiar los distintos escenarios. Esto trata de anticiparse al inmenso laboratorio del que dispone la naturaleza, en el que las interacciones constantes entre especies constituyen un campo de pruebas. Aunque los virus no estén vivos también les afectan las leyes de la selección natural. Esto se traduce en que un virus demasiado letal, tipo ébola, tiene menos propagación en general porque el huésped tiene menos tiempo de llevar la enfermedad a otros seres vivos y a otros lugares. Mientras que si el virus es más “suave” se puede extender de forma más desapercibida y adaptarse “mejor” a su huésped. Esto, por suerte, hace que los virus tiendan a atenuarse a medida que se propagan. Pero es en esta modulación donde está la clave de su capacidad de afectarnos. En este caso, el coronavirus SARS-CoV-2 no es un monstruo de pesadilla como los de las películas de Hollywood y eso ha sido quizá su mejor baza. En la naturaleza no siempre matan más lo más agresivos, sino los más sutiles, como se puede comprobar al comparar las gráficas de muertes provocadas por tiburones blancos y mosquitos. Aún siendo más peligroso que la gripe estacional, el coronavirus era menos letal que los anteriores virus que se consideraban una amenaza y a la vez bastante más escurridizo y retorcido. Aún es pronto para tener claras las conclusiones, pero quizá eso, y nuestra lentitud en la reacción, sea lo que le ha bastado para poner el planeta patas arriba.