Algunas personas recordarán el libro mortífero de Aristóteles que constituye un elemento fundamental en la trama de El nombre de la rosa, la novela de Umberto Eco publicada en 1980. El ejemplar, envenenado por un monje benedictino loco, causa estragos en un monasterio italiano del siglo XIV, pues mata a todos aquellos que, al leerlo, se lamen la yema del dedo para pasar las páginas envenenadas. ¿Podría ocurrir algo así en la vida real? ¿Envenenamiento por un libro?
Los estudios que hemos llevado a cabo recientemente indican que es posible. Gracias a ellos, descubrimos en la colección de la biblioteca de la Universidad del Sur de Dinamarca tres libros raros sobre diversos temas históricos que contienen altas concentraciones de arsénico en la cubierta. Los libros datan de los siglos XVI y XVII.
Las propiedades tóxicas de estos volúmenes se detectaron al realizar varios análisis de fluorescencia de rayos X (micro-XRF). Esta tecnología permite conocer el espectro químico de un material mediante un análisis de la radiación “secundaria” característica que emite el material al ser sometido a un bombardeo de rayos X de alta energía. El uso de la tecnología micro-XRF está muy extendido en los ámbitos de la arqueología y el arte, por ejemplo, para investigar los elementos químicos de la cerámica y la pintura.
Uno de los libros venenosos. SDU, Author provided
Verde brillante
La razón por la que nos llevamos los tres libros raros al laboratorio de rayos X fue porque, previamente, la biblioteca había descubierto que para las tapas se habían usado fragmentos de manuscritos medievales, como, por ejemplo, copias de Derecho romano y Derecho canónico. Como sabemos por la abundante documentación disponible, los encuadernadores europeos de los siglos XVI y XVII reciclaban pergaminos más antiguos.
Así pues, intentamos averiguar cuáles eran los textos latinos utilizados, o al menos leer parte de su contenido. Sin embargo, nos encontramos con que resultaba difícil interpretar los textos latinos de las cubiertas de los tres volúmenes porque contenían una extensa capa de pintura verde que oscurecía las viejas letras manuscritas. De modo que los llevamos al laboratorio con la intención de observar a través de la capa de pintura con la tecnología micro XRF y centrarnos en los elementos químicos de la tinta que estaba debajo, por ejemplo, en el hierro y el calcio, esperando conseguir que las letras resultaran más legibles para los investigadores de la universidad.
Pero el análisis de fluorescencia de rayos X reveló que la capa de pigmento verde era arsénico. Este elemento químico es una de las sustancias más tóxicas del mundo, y la exposición puede causar diversos síntomas de envenenamiento, el desarrollo de cáncer e incluso la muerte.
Accidentes provocados por el uso de arsénico verde, 1859. © Wellcome Collection, CC BY-SA
El arsénico (As) es un metaloide que está presente en el entorno de forma natural. En la naturaleza, el arsénico normalmente se combina con otros elementos, como el carbono y el hidrógeno, y en este caso se conoce como arsénico orgánico. El arsénico inorgánico, que puede presentarse tanto en forma metálica pura como en compuestos, es una variante más nociva. Las propiedades tóxicas del arsénico no se debilitan con el tiempo.
En función del tipo y la duración de la exposición, pueden darse diversos síntomas de envenenamiento por arsénico, como irritación del estómago y el intestino, náuseas, diarrea, alteraciones de la piel e irritación de los pulmones.
Verde París. Chris Goulet/Wikimedia Commons, CC BY-SA
Se cree que el pigmento verde portador de arsénico encontrado en las cubiertas de los libros puede ser verde de París, triarsenito acetato de cobre (II) o acetoarsenito de cobre (II) Cu(C₂H₃O₂)₂ ·3Cu(AsO₂)₂. También se conoce como “verde esmeralda”, por sus llamativos tonos verdes, parecidos a los de la popular piedra preciosa.
El pigmento de arsénico es un polvo cristalino fácil de elaborar y se ha utilizado profusamente con diversos fines, en especial en el siglo XIX. El tamaño de los granos de polvo influye en la tonalidad del color, como se aprecia en las pinturas al óleo y los barnices. Los granos de mayor tamaño producen un marcado color verde oscuro, mientras que los granos más pequeños generan un verde más claro. El pigmento se conoce especialmente por la intensidad de su color y por su resistencia a la decoloración.
Pigmento del pasado
La producción industrial del verde de París se inició en Europa a principios del siglo XIX. Los pintores impresionistas y posimpresionistas usaban diferentes versiones del pigmento para crear sus obras maestras de intensos colores, lo que implica que hoy en día muchas piezas de museo contienen veneno. En su apogeo, se pudo haber recubierto de verde de París toda clase de materiales, incluso tapas de libros y prendas de ropa, por razones estéticas. Lógicamente, el contacto continuo de la piel con esa sustancia conllevaba la aparición de síntomas de la exposición.
Sin embargo, hacia la segunda mitad del siglo XIX ya se conocían mejor los efectos tóxicos de la sustancia; la variante con arsénico dejó de usarse como pigmento y pasó a emplearse sobre todo como pesticida en tierras de cultivo. Se descubrieron otros pigmentos que sustituyeron el verde de París en la pintura, el sector textil y otros ámbitos, y a mediados del siglo XX también se descartó su uso en las tierras de cultivo.
‘The Arsenic Waltz’. © Wellcome Collection, CC BY-SA
En el caso de nuestros libros, el pigmento no se usó con fines estéticos, sino que formaba una capa inferior de la cubierta. Una explicación posible de la aplicación –posiblemente en el siglo XIX– del verde de París en los libros antiguos es la intención de protegerlos contra insectos y parásitos.
En determinadas circunstancias, los compuestos de arsénico, como el arseniato y el arsenito, pueden transformarse en arsina (AsH₃) –un gas altamente tóxico con un característico olor a ajo– por acción de microorganismos. Se sabe que las terribles historias del papel pintado verde de la época victoriana que arrebataba la vida de los niños en sus dormitorios son reales.
Actualmente, la biblioteca conserva nuestros tres volúmenes venenosos en cajas de cartón separadas y con etiquetas de seguridad en un armario ventilado. También tenemos previsto digitalizarlos para reducir al mínimo la manipulación física. Uno nunca se imagina que un libro pueda contener una sustancia venenosa. Sin embargo, podría ocurrir.
Jakob Povl Holck, Research Librarian, University of Southern Denmark y Kaare Lund Rasmussen, Associate Professor in Physics, Chemistry and Pharmacy, University of Southern Denmark
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.