¿Fue un error la decisión del gobierno español de repatriar a los dos misioneros enfermos de ébola? La respuesta a esa pregunta no es fácil, y exige la valoración de elementos científicos, por un lado, y consideraciones de otra índole -principalmente de carácter ético- por el otro.
El virólogo (y compañero en afanes divulgativos en Naukas.com) Lucas Sánchez escribió en su día una crítica contundente a la repatriación. Su argumento, si lo entendí bien, era que al no contar España con instalaciones con el nivel de seguridad adecuado para aislar a personas contagiadas con un virus tan peligroso, el traslado a España de los enfermos había sido una temeridad. Afirmaba, y con él bastantes personas bien informadas, que una decisión injustificada sobre la base de criterios científicos podía acabar causando un daño desproporcionado debido al riesgo de contagio del virus y a la alta tasa de mortalidad que ocasiona.
La posición que denotan esas críticas tiene la apariencia de una opción moral utilitarista. Expresado de forma muy sintética, el utilitarismo propugna la búsqueda del máximo bien acumulado. Un utilitarista no sólo evitaría beneficiar a una persona si de esa forma perjudicase a cinco, sino que dañaría a una si de esa forma se beneficiase a cinco personas. En derecho hay numerosas disposiciones inspiradas en ese criterio, ya que es lógico que a la hora de legislar se opte por aquellas normas que generan el máximo beneficio global posible. Pero como veremos más adelante, la oposición al traslado de los religiosos quizás no es una postura utilitarista de verdad, sino sólo en apariencia.
De las autoridades se espera que maximicen el bien con carácter general.
Por otra parte, y no obstante lo anterior, las decisiones no tienen por qué inspirarse necesariamente en esa particular forma de entender la ética. Hay opciones alternativas, de carácter más deontológico, basadas en principios, o sea, en juicios relativos a la idea de lo que se “debe hacer”. Las instituciones funcionan también con normas de carácter deontológico. Y en lo que a mí respecta, confieso que me siento más cómodo en ese terreno moral. Pero, justo es reconocerlo, de las autoridades se espera que maximicen el bien con carácter general. Por lo tanto, si el traslado de dos personas da lugar a que se produzca un contagio masivo a través de una cadena de contagios, las autoridades deben abstenerse de ordenar el traslado, porque el bien que se podría conseguir es muy inferior al mal que se produce. En otras palabras, a las autoridades les corresponde recurrir, principalmente (aunque no necesariamente siempre), a criterios utilitaristas.
Planteadas las cosas en los términos descritos, parecería lógico que el gobierno español no hubiera traído a los misioneros a España, dado que la balanza parece estar muy inclinada en esa dirección. Sin embargo, hay dos elementos adicionales a considerar. El primero se refiere al valor social del gesto, a lo que significa el traslado, al mensaje que el gobierno envía a sus ciudadanos con la decisión que toma. Lo que el gobierno hace con esa medida es decir a la gente que su país no deja abandonados a los suyos, si algún compatriota se encuentra en dificultades en un país extranjero, lo socorreremos y, si podemos, lo traeremos de vuelta a casa. La acción que se deriva de esa decisión se convertiría en motivo de orgullo por pertenecer a ese país, un país que se ocupa de su gente, que no la abandona. ¿Qué valor tiene eso? ¿Qué valor tiene el saber que formas parte de un grupo humano que vendrá en tu auxilio si te encuentras en dificultades? ¿Cuánto pesa eso a la hora de compararlo con la valoración de riesgos inherentes a una medida como la repatriación de los misioneros? El futuro de un país en gran parte depende de su cohesión interna, del cultivo de virtudes como la solidaridad con los que lo pasan mal, de la capacidad de sus gentes y sus autoridades para la compasión efectiva. Solidaridad no es sólo proporcionar una renta de garantía de ingresos a quienes no tienen nada, también consiste en asistir a los que sufren lejos de su país y, aunque sea para morir, quieren volver a su tierra, máxime si han dedicado su vida a trabajar para los más desfavorecidos. Cuando en el análisis sólo se tienen en cuenta los riesgos, se dejan de valorar estos intangibles, que son muy importantes y que han de ser tenidos en cuenta.
Es el gesto de un país que no deja abandonados a los suyos.
El segundo elemento a considerar es de carácter más técnico. Hasta ahora, en la valoración he asumido que los riesgos inherentes al traslado eran, efectivamente, altos. Esto es, he dado por bueno el análisis según el cual el hecho de no disponer de instalaciones del nivel de seguridad adecuado para tratar a personas que pueden contagiar un peligroso virus conllevaba un riesgo muy alto, tan alto como para poder provocar un contagio de grandes dimensiones, quizás epidémico en Europa. Pero, ¿realmente eso es así?
Está claro que trabajar con un virus tan peligroso requiere aplicar procedimientos especiales y que el personal implicado cuente con la formación y adiestramiento adecuados. En España hay excelentes profesionales sanitarios, profesionales a los que se puede impartir la formación necesaria para, efectivamente, minimizar la probabilidad de sufrir contagios. Que lo que se hizo al principio no fuese lo que se debía no quiere decir que no se pudiera hacer entonces o no se pueda hacer ahora. Haciendo bien las cosas no debería ser tan difícil. Pensemos, si no, en la situación en África, en los países afectados. Allí no es posible contar con un número suficiente de instalaciones que reúnan las condiciones de seguridad adecuadas según el criterio de los especialistas que se han opuesto a las repatriaciones. Y por lo tanto, si la probabilidad de contagio es tan alta como atribuyen esos especialistas a la ausencia de instalaciones suficientemente seguras, la epidemia se extenderá inexorablemente por todo el continente en pocos meses y, antes o después, llegará a Europa. Sin embargo, los epidemiólogos sostienen que si se aplican una serie de medidas para minimizar la probabilidad de contagio, la epidemia podrá ser controlada en África, y entre esas medidas no se encuentra la de recluir a los enfermos en instalaciones de alta seguridad.
Por lo tanto, lo lógico es pensar que si esas medidas servirán en África, con más razón servirán en Europa, dada la mayor capacidad de nuestros sistemas sanitarios para hacer frente a casi cualquier enfermedad. En resumen, lo que al comienzo he considerado como un daño de magnitud suficiente como para contrarrestar con creces el beneficio potencial que se derivaba de las repatriaciones, en realidad no sería necesariamente un daño, sino un riesgo. Y en tanto que tal, ni siquiera bajo una óptica estrictamente utilitarista se justificaría la decisión de no traer a los enfermos a España. Esa es la razón por la que más arriba he señalado que no estaba claro que la opción de no repatriar a los misioneros fuese verdaderamente utilitarista aunque lo fuera en apariencia.
Había que traer a los misioneros por motivos de orden moral.
En definitiva, la respuesta a la pregunta inicial es que sí, que sí había que traer a los misioneros, aunque reconozco la dificultad de la cuestión. Es necesario conjugar elementos técnicos –para mí no lo suficientemente claros en uno u otro sentido- con elementos de orden moral. Es muy discutible que en términos utilitaristas estrictos la balanza se incline claramente hacia el lado de la no repatriación. Y sin embargo, desde una perspectiva ética diferente hay razones de peso para traer a los enfermos a Madrid. Es una perspectiva que tiene en cuenta el valor de la cohesión social, de la solidaridad, del compromiso con el bien común, de la pertenencia a un grupo humano de apoyo mutuo. Creo que las opciones éticas que tienen en cuenta ese tipo de consideraciones se aproximan a las llamadas comunitaristas y, tal y como las entiendo, están en la base de un republicanismo de nuevo cuño que predica el valor de las virtudes cívicas y su importancia para el correcto funcionamiento de las sociedades modernas; son virtudes de las que nuestra sociedad se encuentra muy necesitada. En cualquier caso, para mí es evidente que una decisión como la valorada aquí no puede basarse únicamente en consideraciones estrictamente técnicas. Es uno de esos casos en los que la ciencia, aún siendo útil, es insuficiente, uno de esos casos en los que la ciencia muestra sus limitaciones.
* Post scriptum.Tras redactar estas líneas he tenido la ocasión de asistir a una conferencia impartida en Bilbao por el catedrático de microbiología de la UPV/EHU Guillermo Quindós. Al ser interpelado en relación con esta cuestión respondió, entre otras cosas, que de no repatriar a los misioneros se hubiera enviado un mensaje terrible a los cooperantes, presentes y futuros, que se involucran en trabajo sanitario en países pobres. Esos personas sabrían que, en lo sucesivo, no podrían contar con su país en caso de dificultad. También comentó que la Organización Mundial de la Salud recomienda repatriar a los cooperantes que enferman.
* Y ahora, tal vez te interese leer una opinión distinta: El dilema del misionero (Antonio Martínez Ron)
**Juan Ignacio Pérez es coordinador de la Cátedra de Cultura Científica de la Universidad del País Vasco y colaborador de Next.