La mejor frase de Simeone fue aquella en la que, contra la moda imperante, explicó por qué jamás le cambiaría a un adversario la camiseta: “Me tendrían que dar además plata; la mía vale más”. Una forma singular, extrema y casi marciana de mostrar respeto por lo suyo sin ofender lo ajeno. No se trata de hacer de menos al contrincante, sino de proteger la rivalidad y no profanar la esencia del fútbol. Un regalo para el oído del hincha propio, tan castigado en estos días en los que el negocio y la vanidad de los actores lo han arrinconado.
Y el Cholo se refería a un intercambio natural al final del partido, tras un desenlace normal. Ni por asomo a una obsesión visible antes, durante y después de un encuentro, como ocurrió el sábado en Almería. Las imágenes de los jugadores locales suplicando un presente de los afamados rivales, los millonarios futbolistas del Madrid, resultó tan patética en sí misma como ofensiva para sus aficionados. El Almería acababa de perder 0-5 y a los derrotados sólo parecía preocuparles obtener la prenda de alguna de las estrellas a las que durante 90 minutos habían tenido tan cerca. Y desde mucho antes.
Hubo casos especialmente sonrojantes, captados para sonrojo de los protagonistas por las cámaras de televisión. A Dubarbier, por ejemplo, persiguiendo a Bale nada más pitar el colegiado el descanso para intentar asegurarse su jersey. Por la cara que puso, el galés no entendía nada. Justo Dubarbier, el lateral que se encargó personalmente de regalarle el 3-0. Cuando uno está menos pendiente de la competición que de otras cosas luego pasa lo que pasa. Cuesta más entender cómo se saca pecho luego con el supuesto trofeo: “Tengo la camiseta con la que Bale me humilló 0-5”.
Pero lejos de constituir una excepción, lo de Almería es norma entre aquellos equipos que se enfrentan al Real Madrid o al Barcelona. El Atlético llegó a despedir a un fisioterapeuta que, después de un derbi perdido, corrió a por Casillas para obtener su camisola. Y tal vez tampoco es eso, pero fue una forma de escenificar la irritación que entre los aficionados de un club, sus dueños sentimentales, puede provocar una acción de ese tipo.
Los futbolistas no son espectadores privilegiados que tienen la suerte de encontrarse de cerca con los tipos más famosos del planeta. Son profesionales que se deben a la institución y el escudo que les paga, que se encuentran con rivales para ganarles (o intentarlo), que están obligados a tener la cabeza en el balón y a respetar a quienes les alientan. Y si en realidad les importa menos un resultado que un autógrafo del adversario, al menos que disimulen. Que esperen a que la hinchada ofendida no les vea arrastrarse. Si quieren ejercer de aficionados (en vez de respetarlos), que cuelguen las botas y se suban a la grada o esperen turno como los demás en la rotonda de Valdebebas.