No lo ganó sobre el campo. No fue el mejor futbolista de 2013. Sólo el que más goles marcó, sin ningún valor colectivo al fondo. Sin un título del que sacar pecho. E indiscutiblemente la sensación del mes de noviembre. Fue un premio el suyo ganado centímetro a centímetro por la propaganda, muy ayudada por los remordimientos de Blatter tras esa sonrojante imitación que creía clandestina. Una conquista de la publicidad, de los medios, en muchos casos los mismos que consideraron una herejía en 2010 que Iniesta, Xavi o Casillas no se llevaran el premio a la vista de los trofeos que lucían en sus vitrinas.
Pero tampoco fue más inmerecido el cetro de Cristiano que la colección de jugadores que se reunieron en el mejor once del año. Todos muy famosos, muy comerciales, pero no especialmente brillantes en el tramo condecorado. El Balón de Oro en sí está devaluado, no hay que darle vueltas, por más que se celebre en función del color de la camiseta del premiado. Tan injusto esta vez como en muchas de las ediciones precedentes. No está claro lo que se premia en esta coreada gala, pero al mejor del año seguro que no. Hace tiempo que no.
Y sin embargo fue un Balón de Oro especial y enorme. Emocionante, engrandecido por las lágrimas convincentes del futbolista galardonado con el premio mayor. Cristiano estuvo muy por encima de la gala, también de la paliza exitosa que ha pegado su incansable ejército de aduladores. En realidad él no es culpable de su propaganda. No tiene que pedir perdón por el reconocimiento. Merece la enhorabuena. Ha jugado todo lo bien que sabe en cada minuto del año, de eso no hay duda. Los que votaron, antes y después de que se estirase el plazo, fueron otros. El llanto en público de CR7, el abrazo a su hijo, esas sentidas palabras de agradecimiento dignificaron el momento. Le costó más cerrar una frase que marcar un gol. Y esa escena conmovedora llegó a los corazones y se queda.
También agrandaron la cita otras lágrimas, las de Pelé, al que compensaron algo tarde con un Balón de Oro en diferido por todos las veces que durante su exitosa carrera la reglamentación le impidió obtenerlo. Y no estuvo mal la intervención irreverente y deportiva del madridista Plácido Domingo, incluyendo en la gala por sorpresa (no puede estar a todo el aparato) y casi a traición el nombre del Atlético de Madrid, ese triunfador olvidado. Su pregunta a Sergio Ramos (“¿Cómo vamos a detener a nuestros vecinos?”) desmontó unos cuantos argumentos de lo que se premiaba en el estrado.