No se fue mal el Niño, pero tampoco bien. Incumplió su palabra, o la cambió tan sólo un mes después de comprometerla, y regaló por un suculento puñado de euros los supuestos mejores años de su carrera a un club ajeno (uno de esos que había pregonado, por más que no le creyeran, que eran menos importantes, todos, que el Atlético de Madrid). No se fue mal el Niño, tampoco bien, pero nunca dejó de extrañar el Manzanares y ahí nunca se dejó de echarle de menos. No hubo heridas en el desencuentro, ni faltas de respeto mutuas, simplemente hubo un punto de decepción y tristeza, mucha tristeza.
En años de sufrimiento y sequía, la gran hazaña de Fernando Torres, el gesto que le subió a lo más alto del santoral, era que se quedaba. Que pese a todo y todos, siempre se quedaba. Pero un día dobló la rodilla y se fue, le concedió la victoria a los escépticos y a los agoreros. Y aún así nunca dejó de ser del Atlético, como tampoco el Atlético dejó de ser jamás de Fernando Torres. Ambos se quisieron, además mucho, y no dejaron de decírselo. Y no al oído, sino en alto.
El momento cumbre de ese cariño, la ceremonia extrema de la reconciliación, fue ese escudo colocado en lo alto de la celebración española por el título de la Eurocopa, y luego por el del Mundial, un gesto aparentemente menor que significó tanto a la orilla del río. No hay ningún colchonero ahí arriba, decían, y eso que en el primer autobús estaba Luis. Pero ahí asomó siempre un escudo, el único escudo, el escudo del Atlético de Madrid. Un sentimiento que Fernando quiso poner ahí para que se viera.
Hoy ese Niño vuelve hecho un abuelo. Posiblemente con su fútbol ya en los huesos, sin opción de recuperar aquel galope que ponía los pelos del Calderón de punta. Vuelve a un equipo que dejó enfermo y se encuentra campeón, vuelve con mucho más que recibir que entregar. Pero en eso consisten las familias. Vuelve una emoción más que un jugador de fútbol, y de ahí ese cosquilleo de satisfacción que hoy ilumina a todos los atléticos.
Vuelve el Niño, como un día volvió Futre y otro volvió Simeone, que nunca volvieron a ser lo que fueron, pero que tampoco perdieron por eso el cariño de la hinchada. Vuelve el Niño, un fichaje más espiritual que futbolístico, un regalo anímico, un abrazo sincero, una canción que nunca dejó de sonar pero que volverá a sonar. Y un riesgo, que ese idilio maravilloso se rompa precisamente porque las jugadas dejan de salir, porque el chaval que se fue, ya no sea capaz en el cuerpo de persona mayor de hacer las cosas que hacía antes de irse.
Por eso es mejor que no se hagan demasiadas ilusiones. Si el ‘abuelo’ llega cargado de goles, mejor, pero si no, tampoco se lo echen en cara. Porque se dejará todo. Lo que es seguro es que ese tío ahí abajo va a sentir y sufrir exactamente lo mismo que todos ustedes en las tribunas. La felicidad de los atléticos es que uno de los suyos vuelve a casa. Y que no podrá olvidar, como nadie en el Calderón, la explosión de cariño que va a suponer el instante de su regreso al césped. Simplemente ese momento justifica este retorno. Porque el fútbol, aunque el negocio ya no lo entienda así (y el propio Niño tampoco lo entendiera una vez), es también eso. Todavía es sobre todo eso. Una emoción.