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Raúl, entre el silencio y el olvido

  

Raúl siempre tuvo una estrecha relación con el silencio. No se olviden de aquel dedo en los labios para mandar callar al mastodóntico Camp Nou. Aquella imagen, quizá uno de los puntos culminantes de la carrera de uno de los más grandes jugadores del Real Madrid, es también una definición de sí mismo.

Recuérdenle en el campo. Salvo un buen puñado de espectaculares goles (Ablanedo, la Intercontinental, el Atlético en todas sus formas posibles, pues nunca tuvo clemencia con el equipo de su infancia) era más bien un rematador certero, un francotirador silente que aparecía, hacía la labor sin gran fanfarria y desaparecía de nuevo hasta la siguiente jugada en la que un central despistado le diese media décima de segundo para adelantarse en el remate. Nunca perdonó un error de una defensa. El resto del trabajo, que sin duda lo hacía, era siempre poco visible.

Fuera del campo la cosa no cambiaba mucho. Su amplia sonrisa en el Bernabéu en la rueda de prensa previa a su homenaje el 7 fue sorprendente, pues no se prodigaba en aquello. Era mohíno, escurridizo, incluso desagradable con quien iba a preguntarle. Siempre se le retrató como un gran profesional, quizá olvidando que la atención a la gente y a los medios también es parte de la labor de un deportista profesional. Esto, en cualquier caso, es algo que muchos en el fútbol español no han entendido. 

Es obvio, sin embargo, que fue un hombre de club, algo que también estaba en su carácter. Ni una palabra más alta que la otra, pocos reproches de cara al exterior, incluso su salida, que hoy algunos recuerdan como algo convulso, fue armónica. Él sabía que debía irse y el Madrid no iba a hacer nada por cambiarle esa opinión.

Hoy el delantero parece menos de lo que fue, en parte porque después de su salida, del Madrid y de España, pasaron muchas cosas. Buenas y malas pero rotundas y sonoras. De la selección le sacó un gran ruidoso, Luis Aragonés, y después de aquello el equipo empezó a ganar. Es normal el impulso de relacionar ambos hechos, aunque no están necesariamente ligados. Cada uno tiene su teoría, yo siempre achaqué esa última evolución a Koeman. Es lo mismo, aquellos puntos negros con la roja siempre quedarán en el debe de Raúl, pues en su momento tuvo responsabilidades que no pudo satisfacer (lesionado ante Corea, quizá su peor derrota es aquella en la que no llegó a comparecer).

Lo del Madrid fue diferente, más lírico, quizá porque fue de blanco donde más alto cabalgó Raúl. Se fue lesionado, pero marcando. Roto, sin poder jugar más en Liga, pero marcando. Ovacionado por el público que sabía, aunque no estuviese anunciado aún, que aquel gol iba a ser el último. Su obra no ha estado en debate en tres años, primero porque él no ha vareado la escena (callado, siempre callado) y también porque en el Bernabéu, con el show de Mourinho, era difícil pensar en algo que no fuesen los cambios de humor del portugués. Eso es ruido.

La historia le juzgará, probablemente con más benevolencia que lo que lo hizo el presente. Antes de 2008 aspiraba a ser el mejor jugador español de la historia. Una generación después, aquello suena un poco excesivo. Hoy se sabe lo que es ganar y, desde luego, Raúl no era parte de esa fórmula en la selección. Sí en el Madrid, pero la historia de los blancos tienen demasiados títulos y nombres para que sea considerado el mejor de todos. Y entre unas cosas y otras, la nota predominante es un silencio que le hace un personaje atractivo, pero también lejano e inextricable. Un cúmulo de factores. Raúl, un nombre que a cada uno, incluso en el madridismo, evoca imágenes diferentes. Raúl, quede ahí.

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