Las resoluciones del Tribunal Constitucional (TC) han puesto sobre la mesa la crisis de la que todo el mundo hablaba y pocos creían que se iba a producir. Nos referimos a la crisis constitucional, impulsada desde las instituciones catalanas en un proceso claro y concreto de desafío al Estado llevado a cabo durante los dos últimos años. Desde el lunes por la tarde hemos iniciado una etapa política crítica, además de confusa, que corresponderá administrar al Gobierno español y, en la parte que les toca, a la Generalidad y al Parlamento de Cataluña. El choque de legitimidades sobre el que se tendrá que pronunciar el TC augura un escenario complicado en lo jurídico e impredecible en lo político y social, porque debajo, o por encima si se prefiere, del conflicto jurisdiccional tenemos un problema de gran alcance, estimulado durante años por los nacionalistas catalanes que nunca creyeron en el orden constitucional y se aprovecharon de la tolerancia de los sucesivos Gobiernos centrales. Y ha sido al actual Gobierno al que le ha tocado contemplar primero, y subrayamos lo de contemplar, la eclosión del independentismo, para después acudir al Constitucional en un intento de parar el obús de la consulta del 9 de noviembre.
Los que se tomaban a chacota lo que estaba ocurriendo en Cataluña o los que creen, como puede ser el caso del Gobierno, que el movimiento independentista plegaría velas tras el papirotazo del Constitucional yerran, aunque nos gustaría equivocarnos. Hace mucho tiempo que el Estado renunció a su presencia en aquella región y, a día de hoy, resulta poco menos que imposible revertir la realidad imperante. Lo cual no es óbice para constatar la profunda deslealtad de los nacionalistas con la Constitución de 1978, como antaño ocurriera con la de 1931. Por eso, cuando las instituciones españolas sean capaces de alumbrar ese proyecto nacional que tantos españoles demandan para salir del túnel en el que estamos instalados, en Cataluña se requerirán años de esfuerzos continuados para conseguir la confianza de los electores y sustituir al nacionalismo gobernante, sin perjuicio de que, ante la situación creada, el poder central, en cumplimiento de la Constitución, se decida a tomar el control de la Generalidad. En este momento no se nos ocurre más opción que esa, aunque, por lo que vemos y oímos, las uvas parecen verdes en esa materia.
La defensa de la ley es condición inexcusable de cualquier gobernante y, a pesar de reconocer que ese principio ha sido ignorado con demasiada frecuencia por unos y por otros, el Gobierno no puede ignorar la gravedad de lo que está sucediendo. Esa es la razón de que haya echado mano de la ley y de la propia Constitución como salvavidas en medio de la tempestad, corriendo el riesgo de que las providencias dictadas el lunes por el alto tribunal vayan a engrosar la nómina de las que esperan a ser ejecutadas año tras año. Los días venideros nos dirán si los nacionalistas que están al frente de las instituciones catalanas continúan con su desafío o retroceden para evitar ser desalojados de las mismas. En todo caso, parece evidente que no van a volver de grado al redil constitucional del que, desgraciadamente, se salieron tiempo ha.
Primero la Ley; después el acuerdo
La escasa fe en los valores civiles y democráticos y la devaluación del Estado como instrumento de solidaridad y de libertad han conformado en España un modelo político que cruje por los cuatro costados entre la indiferencia y el desapego de gran parte de la población. Cataluña se ha convertido en un eslabón destacado e inquietante de la grave enfermedad que nos aqueja y queremos pensar, con el presidente del Consejo de Ministros, que es hora de cambiar el rumbo antes de llegar al punto de no retorno. Lo hemos dicho aquí con anterioridad y volvemos a repetirlo: primero la Ley, con toda su contundencia y sin esos ridículos complejos que estos días exhibe el establishment político y no digamos ya el mediático: después el acuerdo, la negociación, el pacto. Acuerdo, negociación y pacto tendentes a encontrar acomodo en un proyecto común para esa mayoría silenciosa de catalanes que aún permanecen en sus casas.
Una vez más, afirmamos nuestra creencia en los valores de la libertad y de la democracia para exigir de los actores políticos una rectificación en toda regla de los errores cometidos, acompañada de un trabajo serio destinado a concretar los cambios que necesita España, para someterlos después a la consideración del pueblo soberano en las urnas. Tales cambios deberían contemplar una profunda revisión del derecho a la autonomía regional, sin descartar su sustitución por la descentralización administrativa en un Estado unitario y democrático. Sabemos que eso son palabras mayores, que reman contracorriente de lo que piensan unas elites entre acobardadas y desbordadas por la magnitud del problema. Lo que no resulta en modo alguno aceptable es persistir en los errores que nos han conducido a esta crisis constitucional, o pretender arreglos cosméticos –incluso vía reforma constitucional- que nos empujen a otros nuevos a la vuelta de unos años. Restablecido el orden constitucional, por tanto, corresponderá convocar a los españoles para que decidan sobre los cambios inexcusables que aseguren el futuro de un país que se pretende moderno y civilizado.