La reina Beatriz de Holanda ha anunciado su abdicación en favor del heredero, su hijo Guillermo, con efectos del próximo 30 de abril. La noticia nos llega a los españoles, cuando en nuestro país, lacerado por una crisis generalizada, se abre paso un debate tímido sobre la conveniencia del relevo en la Jefatura del Estado, a causa del deterioro físico e institucional del Rey, cuyo heredero, el Príncipe de Asturias, cumplirá 45 años el próximo día 30. Lo decidido por la reina Beatriz se enmarca en el contexto de una monarquía burguesa, como es la de Holanda, en la que imperan el sentido práctico y la cercanía a los intereses de los holandeses. Nuestra monarquía, por razones políticas e históricas, poco tiene que ver, salvo su denominación, con las monarquías burguesas de Holanda, Bélgica y de los países escandinavos, pero sí parece oportuno resaltar la conveniencia de que se acerque a los modos de esas monarquías, si en verdad se pretende su continuidad más allá de la vida de su actual titular.
La abdicación de Beatriz de Holanda es la tercera que se produce en ese país después de la Segunda Guerra Mundial: primero fue la de la reina Guillermina, muy querida por su patriotismo y resistencia a los alemanes, que abdicó en su hija Juliana, también respetada, y ésta, con 71 años, cedió el trono a su hija Beatriz, que ahora hace lo propio con su hijo y heredero, Guillermo. Tales cambios se suelen producir con normalidad, asumiendo lo que parece indicado por el sentido común y el ciclo vital en la dirección de cualquier empresa, sobre todo si la empresa es la Jefatura del Estado. Con ello, estas monarquías sobrevivientes se van despojando adrede de una de sus características originarias: la unión indisoluble de la Jefatura de la Familia Real con la jefatura del Estado. Es la manera de adaptarse, sin prisa y sin pausa, a un mundo más exigente con los servidores públicos.
Los españoles tenemos una monarquía, mejor dicho un monarca, cuyo origen y ejercicio son perfectamente conocidos: es la referencia última del devenir del país en los casi 38 años transcurridos desde la muerte del general Franco, que fue quien lo nombró. Es, por tanto, algo que puede parecer distinto y distante a las monarquías del Norte, pero, se quiera o no, los comportamientos de esas monarquías, acreditados en democracias más veteranas y arraigadas que la nuestra, deberían mover a la reflexión. Al primero que correspondería hacerla es al propio Rey y, con él probablemente, a las restantes instituciones del Estado, con el fin de velar por la continuidad de la Corona, que todos dicen querer preservar en beneficio de la nación.
En nuestra opinión, con el ejemplo de Holanda y la preocupación por nuestra crítica realidad, parece justificado pensar en que la monarquía española se vaya despojando de la carga personal y casi caudillista de su titular, el llamado juancarlismo, en beneficio de la institución, la Corona, que es la que debe prevalecer. Y esto solo será posible pasando el testigo al heredero, el Príncipe de Asturias, para convertirlo en el símbolo de un nuevo tiempo para la monarquía, que, suponemos, deseará presidir los cambios inevitables que demandan los angustiados españoles de hoy.