Hay días en que da la impresión de que en España no cabe un corrupto más. Ni un corrupto más ni un escándalo menos. Un sin vivir. Ayer supimos que el ex tesorero del PP, Bárcenas, llegó a acumular más de 22 millones de euros en una cuenta oculta en Suiza. Pero en los últimos días el olor putrefacto de esa letrina nos ha asaltado por doquier: desde el “caso campeón” a “la trama de las ITV” de la familia Pujol, pasando por los EREs andaluces, Invercaria, el “caso Pallerols”, la Gürtel, el “caso Noos”… El “Estado de Corrupción” en el que vivimos, y del que tantas veces nos hemos hecho eco en este diario, es cada día más un hecho cierto.
Todo se sucede como en una película de miedo sin solución de continuidad, de modo que un escándalo se solapa con otro sin dar tiempo a digerir el anterior y ante la perplejidad de una ciudadanía desconcertada, atónita y, lo que es peor, profundamente frustrada. Porque nadie encuentra soluciones, nadie espera sanciones, en ningún caso aparece lo robado, nunca se termina de aclarar del todo lo ocurrido y, naturalmente, lejos de nosotros esa cosa tan sana en democracia llamada “depuración de responsabilidades”. A lo sumo, de pascuas a ramos a alguien –generalmente el último de la fila- le toca ejercer de cabeza de turco y poco más. La sensación de que existe una estrategia definida y concreta de encubrimiento político es total. Las maquinarias de partido se yerguen como escollos insuperables a la hora de reclamar limpieza.
Y mientras asistimos indefensos a la pesadilla de la corrupción, millones de ciudadanos se enfrentan como pueden a penalidades seguramente no vistas desde la posguerra, contemplando el in crescendo de un paro que no cesa, las rebajas de salario a quienes siguen teniendo el “privilegio” de trabajar, la supresión de las pagas extra y el aumento generalizado de precios, tasas, impuestos… Millones de españoles se están acostumbrando a convivir angustiados por un futuro inmediato cada vez más oscuro, mientras, a sensu contrario, las elites económicas y políticas parecen empeñadas en seguir bailando en la popa del Titanic, ajenas al sentimiento de furia que no deja de crecer en esta sociedad bipolar nuestra, víctima de fenómenos diarios como los desahucios y de casos de corrupción galopante de quienes, en el totum revolutum hispano, decidieron un día llevárselo crudo.
La propuesta de Rubalcaba
Nuestra clase política está jugando con fuego. La reciente propuesta de Alfredo Pérez Rubalcaba de un gran pacto contra la corrupción ha sido respondida con desdén por el Gobierno y el PP. Se entienden los recelos de los populares, porque don Alfredo no es precisamente el mejor embajador para una receta de ese tipo, pero lo que es innegable es que los partidos no pueden seguir parapetados tras el habitual “y tú más” con el que desde tiempo inmemorial vienen protegiendo a sus “sospechosos” sobre la base de atacar los vicios del contrario. Ya no estamos en eso. Ya no hay tiempo para eso. A pesar de su dilatado “historial”, el líder socialista ha planteado una medida constructiva que le honra, y es hora de que el Gobierno dé un paso al frente y la secunde, más allá de que no hayan sido ellos quienes la han ideado.
El Ejecutivo corre el riesgo de consolidar ante la opinión pública la imagen de quien, desde la mayoría absoluta y el control casi total de los resortes del poder, no hizo nada o muy poco a la hora de combatir una corrupción cuyo grado de obscenidad está ya resultando insoportable. La otra cara de la moneda, la más tenebrosa, tiene que ver con el riesgo de un estallido social de grandes dimensiones al que podría conducir este lamentable e injustificado “laissez faire, laissez passer” en asunto tan sensible como el comentado.
Urge ese gran pacto contra la corrupción, lo proponga Agamenón o su porquero. Es imprescindible que los partidos se comprometan a expulsar de sus filas, sin posibilidad de trucos rehabilitadores, a quien de entre su elenco resulte encausado en casos de “trinque” individual o colectivo. Es necesario que el ladrón sea desposeído de lo sustraído con rapidez y pague su deuda con la sociedad, yendo de cabeza a la cárcel. Cuanto más tarden nuestras elites políticas en ponerse a la tarea, mayor será el riesgo de reacción airada por parte de una sociedad que, ahíta de escándalos, está ya hasta el moño. ¡Basta de corrupción!